Ponencia leída en las III Jornadas Nacionales de Delegados Diocesanos del Clero y Responsables de Formación Permanente, celebradas en Majadahonda (Madrid), en 1973.
Una preocupación constante de la Iglesia #
Intensificar el estudio y la formación del clero ha sido siempre un tema que ha aparecido como urgente en todos los momentos de reforma de la Iglesia.
Sin remontarnos a los más antiguos textos de la historia, encontramos, en la palabra del santo maestro Juan de Ávila, estas Advertencias para el Sínodo Provincial de Toledo, 1565: “Cuánto sea este medio necesario de haber lecciones para reformar la ignorancia de los sacerdotes de la Iglesia, veráse por las muchas veces que está mandado en los concilios que se haga, como se podrá ver en el Concilio Lateranense, y lo decretado por Honorio III, y en la Clementina primera, y en el Sínodo de Eugenio Papa, de los cuales lugares no recito las palabras, pues se pueden ver muy fácilmente en los lugares ya citados. Y, pues, en nuestro Concilio Tridentino y en los concilios y decretos ya citados, tan encarecidamente está mandado poner este remedio, entiéndase que es muy necesario. Y oigamos ya una vez al Espíritu Santo, pues que tantas veces lo ha mandado, y no se hagan los prelados sordos tantas veces”1. Los textos del maestro Juan de Ávila a este respecto son numerosos y llenos de exigencias.
Preocupación semejante se encuentra en todos los obispos y santos reformadores, especialmente en los más fieles seguidores del Concilio de Trento, que señaló con sumo cuidado la forma de alcanzar esta formación permanente del clero, tanto en el orden espiritual como en el estudio de las ciencias sagradas.
Baste recordar la labor realizada en este sentido por San Carlos Borromeo en sus sínodos diocesanos y concilios provinciales; el empeño que puso en fomentar las reuniones de estudio San Alfonso María de Ligorio, que pedía a los obispos instituyeran en cada pueblo “academias morales dos o tres veces a la semana”, para que en ellas los sacerdotes se perfeccionaran en sus estudios teológicos2, y el impulso que dio San Vicente de Paúl a la reforma del clero en su tiempo, a través de las “conferencias de los martes”, práctica de estudio teológico permanente a la que el santo añadió un aspecto de formación espiritual y apostólica “para ayudar a los sacerdotes –como él dice– a perfeccionarse en su ministerio”3.
Las exhortaciones y disposiciones que, sobre este tema, han promulgado los romanos pontífices en este siglo, especialmente San Pío X, Pío XI y Pío XII, son insistentes y urgen la conciencia de obispos y sacerdotes.
La Iglesia se adelantó a nuestro tiempo #
Hoy, cuando en el ámbito de casi todas las profesiones se habla de la necesidad de formación permanente, se puede afirmar que la Iglesia ha sido, en este punto, pionera de dicha preocupación actual, señalando claramente en su Derecho las exigencias y los medios con los que debía realizarse. Así se expresa el vigente Código de Derecho Canónico: “Canon 129: Los clérigos, una vez ordenados de sacerdotes, no deben abandonar los estudios, principalmente los sagrados; y en las disciplinas sagradas seguirán la doctrina sólida recibida de los antepasados y continuamente aceptada por la Iglesia, evitando las profanas novedades de palabras y la falsamente llamada ciencia”.
En los cánones siguientes se establecen los exámenes trienales de los neopresbíteros (c. 130) y la celebración de las conferencias morales (c. 131).
Estas instituciones, desgraciadamente, no siempre han sido realizadas de tal forma que consiguiesen sus objetivos, ya sea por el descuido de sus promotores y directores; ya por la falta de adaptación –cualitativa y metodológica– a las necesidades cambiantes de los tiempos y lugares; ya por falta de interés, esfuerzo y atención de los mismos sacerdotes. La experiencia de ellas, sin embargo, nos debe servir para afrontar los nuevos métodos.
Reafirmación de esta preocupación en el Vaticano II y búsqueda de nuevas fórmulas #
Tanto en el Decreto Christus Dominus sobre el oficio pastoral de los obispos (n. 16), como en el decreto Presbyterorum ordinis sobre el ministerio y vida de los presbíteros (n. 19), el Concilio ha insistido en la necesidad de la formación permanente de los sacerdotes.
El motu proprio Ecclesiae Sanctae, en su número siete, determina en concreto el tema: “Cuiden los obispos o las Conferencias Episcopales, según las condiciones de cada territorio, que sean elegidos uno o varios sacerdotes de probada ciencia y virtud para que, en calidad de mediadores de estudio, promuevan y organicen clases de pastoral y demás medios que estimen necesarios para fomentar la formación científica y pastoral de los sacerdotes en su territorio”. En los textos conciliares aparece muy relevantemente la obligación de promover y cuidar de esta formación, como deber fundamental y grave de los obispos.
El 4 de noviembre de 1969, la Sagrada Congregación para el Clero publicó una carta circular, dirigida a los presidentes de las Conferencias Episcopales, sobre la formación permanente de los sacerdotes, especialmente de los jóvenes, según los acuerdos tomados durante la sesión plenaria de dicho dicasterio, celebrado el 18 de octubre de 1968.
En este documento podemos distinguir dos partes:
- Unas orientaciones generales sobre los objetivos y aspectos fundamentales de toda la formación permanente de los sacerdotes.
- Unas normas concretas sobre formas y medios, entre las que se destacan las referentes al año de pastoral, que deben realizar los neo- sacerdotes.
Nos parecen muy urgentes y positivas las “orientaciones generales”, bajo cuya luz es obligado encauzar todas las experiencias y proyectos dedicados a cualquier clase de formación permanente del clero. La carta está dictada según las necesidades actuales y subraya vigorosamente los aspectos que deben intensificarse y tenerse presentes en esta época de peculiares dificultades.
Problemas que se presentan hoy, ante una formación permanente del clero #
Objetivos claros #
Es de vital importancia tener claros los objetivos de dicha formación, a los que deben subordinarse los métodos y los contenidos.
La Congregación insiste en que los aspectos “espiritual, intelectual y pastoral queden íntima y adecuadamente ensamblados, porque es absolutamente necesario que se dé una recta congruencia entre los fines que se propone conseguir la formación permanente, es decir, entre la doctrina teológica, la práctica pastoral y la vida espiritual, con una conexión estricta y una cooperación mutua” (n. 4).
Cuando se habla de formación permanente en otras profesiones, se puede pensar que solamente se requiere una puesta al día en nuevas técnicas o nuevos progresos científicos. Generalmente, los trabajos temporales no tienen una influencia global tan radical en la personalidad de sus profesionales, mientras que para el sacerdote su formación permanente supone una profundización, una actualización continua en su “ser sacerdotal”, en su vocación, en su misión ante Dios, la Iglesia y los hombres. La formación permanente tiene que conducir a una entrega más consciente, más alegre, más generosa.
Habrá que distinguir muy bien en los planteamientos de la formación permanente del clero, que una cosa es la puesta al día en los progresos de las ciencias sagradas, y otra la formación permanente del sacerdote, que no es, generalmente, un profesor de teología, sino un pastor de almas, un servidor de Dios. No puede caer, por tanto, dicha formación en un “cientificismo” árido, ni novedoso, ni problematizador (cf. n. 12); y ha de conducir al sacerdote más a la reflexión profunda y personal, a la “sabiduría divina”, que a la curiosidad y a la superficialidad experimental.
Se trata de acrecentar el conocimiento profundo del mensaje divino, la ciencia substancial de Dios. Era lo que ya proponían los Padres españoles en el IV Concilio de Toledo, c. 25: “ignorantia Dei sacerdotibus est vitanda, quae mater est omnium errorum, cum habeant officium docendi populum et Scripturas sanctas et canones scire debent, cum omne opus eorum in vita et praedicatione et doctrina consistat et omnes aedificare habeant tam fidei scientia, quam operum disciplina”.
En este mismo sentido insiste la carta de la Congregación: “La vida espiritual está precisamente para robustecer la fe y, de esta manera, tutelar un modo teológicamente válido de dedicarse a los estudios, de pensar y de decidir lo que hay que hacer; con esto facilita también la aceptación de la doctrina propuesta por el Magisterio, que es norma próxima del trabajo teológico” (n. 9). “Esta vida espiritual –afirma la Congregación– hay que considerarla como fundamento de los otros dos aspectos, ya que la actividad pastoral es como su fruto y la conciencia teológica su criterio orientador” (n. 4).
Precisamente Pablo VI, en su último discurso al Colegio Cardenalicio, subraya la necesidad de incrementar en la Iglesia la atención a los sacerdotes, para que superen la etapa de insatisfacción, de desánimo, y pide que el clero “sea, cada vez más, ayudado a valorar los métodos pastorales que tienen siempre función de instrumento, con la única realidad que cuenta, con la oración y la unión con Dios, el alma de todo apostolado, conseguida con la piedad eucarística y mariana vivida, y con el hábito, asiduo y fervoroso, de la Palabra de Dios”4.
He aquí, pues, un principio fundamental: la formación permanente tiene que servir al sacerdote para profundizar, para vivir más plena y auténticamente su propio sacerdocio. Lo contrario sería un academicismo infecundo. El Papa decía el pasado 5 de mayo a un grupo de sacerdotes norteamericanos, que habían participado en un curso de formación permanente: “Habéis podido uniros más a Jesucristo y entender mejor vuestro ministerio de servicio, que es una participación en su glorioso y eterno sacerdocio”.
Coherencia con la formación anteriormente recibida #
Es necesario, sin duda, hacer progresar al sacerdote en las nuevas investigaciones doctrinales y prácticas, en el conocimiento y análisis de las nuevas situaciones socio-culturales, etc., como indica la Congregación en su carta (n. 5). Sin embargo, es también imprescindible que no se produzca en él una situación de inseguridad, de desorientación, por encontrarse con un corte violento, una ruptura psicológica en su vida.
El adulto se caracteriza por haber superado positivamente un proceso de integración personal en el que sus saberes han alcanzado un grado de síntesis que informa sus criterios y se proyecta en su acción. Intentar que esta síntesis, fruto de los estudios hechos en el Seminario, se enriquezca con nuevas aportaciones, es siempre necesario y positivo. Precisamente éste es uno de los objetivos propuestos por la Congregación: “Procúrese que todos los resultados a que vaya llevando la experiencia pastoral queden conectados con la síntesis de la sólida doctrina” (n. 5).
Provocar una crisis, haciendo desconfiar o descalificando sustancialmente todo lo recibido anteriormente, es gravemente peligroso y, en general, injusto. La formación permanente no debe, no puede jamás conducir a una conclusión, que es absolutamente falsa, de que lo que el sacerdote aprendió en el Seminario es inútil, no sirve para nada, está radicalmente superado. La mayoría de los sacerdotes que, por principio, aunque sean jóvenes, son hombres adultos, reaccionarían negativamente ante un atentado tan grave a su propia personalidad y se cerrarían a las posibilidades y urgencias de una necesaria renovación. Solamente aquellos que carezcan de suficiente madurez podrían aceptar tranquilamente una especie de trasplante de cerebro. De aquí la importancia de que la formación permanente se plantee de modo que sea una profundización. “Una formación bien orientada de los sacerdotes –advierte la Congregación– no sólo debe volver sobre materias ya estudiadas hace tiempo, sino que debe profundizar en ellas, principalmente en los problemas referentes a la sagrada doctrina, que tienen más importancia para la vida espiritual y para la actividad pastoral” (n. 5).
Pablo VI, en el discurso a los sacerdotes norteamericanos, afirmaba que uno de los objetivos de la formación permanente que ha de calificarse de providencial, es “recordar muchas verdades básicas que estudiasteis en otro tiempo y acaso habéis olvidado, aspectos de la Palabra de Dios, siempre apropiados para vuestras vidas y las de aquéllos a los que servís”. Tiene, pues, una gran importancia y validez esta conexión homogénea entre lo conocido y lo que hay que conocer.
Esto, lógicamente, exige un gran esfuerzo en la programación de los métodos y de los temas, un cuidadoso estudio de los planteamientos e incluso del lenguaje. Todos estamos convencidos de que, con mucha facilidad, se pueden asumir unas palabras nuevas que nos ha traído la moda, y la fachada de unos problemas de última hora, pero sin asimilar sus contenidos, ni incorporar su virtualidad. Cuando esto ocurre, el sacerdote cae en la frivolidad y en el escepticismo, y su acción pastoral se resiente de ambos males.
El mayor peligro de una formación permanente que supusiera una ruptura con la formación teológico-pastoral recibida anteriormente, se produce en la misma existencia del sacerdote, al crearle una situación de inseguridad, de inconsecuencia, de relativismo, que no puede menos de manifestarse en todos sus actos y realizaciones pastorales. Hay, sin duda, que estimular el sentido de búsqueda, pero fundamentado y nutrido por la seguridad esencial en los principios: “Sabéis perfectamente –decía recientemente Pablo VI a los sacerdotes norteamericanos– que las verdades de la fe son fijas en su formulación dogmática, pero son inagotables en su contenido y en su estudio. Cristo nos invita constantemente a meditar sobre su mensaje salvífico, y su Iglesia, llena de bondad, os ha dado la oportunidad de proseguir esta finalidad durante tres meses. Este privilegio lleva consigo un gran desafío para cada uno de vosotros. Por esta razón repetimos la exhortación de San Pablo: No seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar por todo viento de doctrina. Más bien, abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a aquél que es nuestra cabeza, Cristo (Ef 4, 14-15)”5.
Este problema nos presenta, lógicamente, la exigencia de no programar la formación permanente del clero de una manera uniforme e indiscriminada, sino teniendo en cuenta los diversos grupos de sacerdotes, según su diversa formación. La formación permanente de los sacerdotes que han realizado sus estudios en los últimos años ofrece, en general, menos dificultades de coherencia, pero, en cambio, nos dice la Congregación que ellos “encuentran a veces dificultades para retener íntegramente el depósito de la fe que Jesucristo entregó a la Iglesia” (n. 8), lo que requiere en su formación permanente un arduo esfuerzo de clarificación y solidificación de principios.
Formar, no “mentalizar” #
Se trata de formar y no de “mentalizar” en una escuela teológica particular. “La determinación de las materias de estudio no parece que deba dejarse al arbitrio o deseos de cada uno. No han de ser algunos de los gustos vigentes hoy en día, o una determinada escuela teológica los que determinen esta materia” (n. 6).
La formación ha de ser fiel al Magisterio, pues se trata de orientar la acción de los pastores de la Iglesia, que han de transmitir la fe de la Iglesia. “Conviene –afirma la Congregación– que los sacerdotes acepten con sinceridad lo que el Magisterio propone, sin excepción ni subterfugios; de lo contrario todo lo demás resultaría vano y carente de valor” (n. 9); y reitera en varias ocasiones la misma idea: “los sacerdotes deben exponer la doctrina de la fe de modo plenamente concorde con el Magisterio de la Iglesia” (n. 11).
En este sentido, no son de gran relevancia las cuestiones disputadas por los teólogos, que frecuentemente son más divagaciones, hipótesis y entretenimientos de expertos, que alimento de la vida de la comunidad cristiana. La formación permanente ha de ayudar al sacerdote a mantener y acrecentar su sensus Ecclesiae y su tener los mismos sentimientos que Cristo. De tal forma que sus nuevos estudios y reflexiones vayan acompañados de una mayor y más sentida vida de oración, de conocimiento interior del Misterio de Cristo, de fidelidad a las exigencias del Evangelio, para que el sacerdote se vea impulsado íntimamente a anunciar la incalculable riqueza de Cristo, y dar luz acerca de la dispensación del misterio oculto desde los siglos en Dios, para que la multiforme sabiduría de Dios sea notificada por la Iglesia (Ef 3, 8-10). De aquí procede la certera norma de la Congregación: “En conjunto, para fomentar la vida sacerdotal y su fuerza de persuasión, debe conseguirse una relación más estrecha entre la ciencia teológica y la espiritualidad de los sacerdotes” (n. 13).
Y en esta misma línea de buscar lo fundamental y rechazar toda hojarasca huera, la Congregación indica las cualidades que deben tener los profesores y, consiguientemente, la formación permanente: “Pueden ser considerados como aptos para esta tarea los profesores que resuelven los problemas que se plantean, no los que suscitan y aumentan las dudas. El ser hombre de fama, el deseo de novedad en la forma de proponer, explanar o enunciar las cuestiones, que resulta atrayente, pero que no instruye, no pueden ser criterios para designar a los profesores” (n. 13).
El éxito de una formación permanente del clero #
a) Depende, en primer lugar, de las motivaciones que se presenten a los sacerdotes para entregarse seriamente a esta tarea, nada fácil, ni cómoda.
No son suficientes, indudablemente, los planteamientos de autoridad, que frecuentemente sólo consiguen resignadas aceptaciones externas.
Es necesario crear inquietud personal, no desasosiego. Crear una apertura y una decisión que muevan a entregarse a la tarea. Una inquietud que nazca, no de una mentalidad frívola, sino de la propia vida sacerdotal, de los problemas y experiencias que realmente vive el sacerdote según sus circunstancias, no producida artificialmente por una problemática de importación. Algunos intentos y ensayos de formación permanente pueden fallar por su mimetismo de nación a nación; o de regiones y diócesis diversas.
La Congregación, en este punto, indica que “la responsabilidad de organizar, teórica y prácticamente, todo lo concerniente a la formación sacerdotal, en primer término compete al ordinario del lugar”, y señala las razones, “ya que los presbíteros, por su parte, participan de las tareas y solicitud del obispo y se dedican a ellas diariamente… y, por otra parte, porque las necesidades y posibilidades de la formación permanente de los sacerdotes difieren tanto, según los pueblos y regiones, que sólo se puede conseguir una formación seria si se tienen en cuenta las condiciones de cada sitio” (n. 14).
Esto, ciertamente, no quiere decir que no pueda programarse a nivel supra-diocesano, incluso nacional, dicha formación permanente, como expresamente lo dice la misma Congregación y los documentos pontificios; pero en este caso es imprescindible dar flexibilidad a los programas y orientarlos de tal modo que sean fáciles y naturales las adaptaciones, para que los sacerdotes se sientan verdaderamente convocados, desde su propia existencia, a dicha tarea de formación permanente.
Se trata, por tanto, de conseguir que el sacerdote, desde su diaria experiencia y para su perfeccionamiento, sienta la urgencia de trabajar en su formación y de salir de la rutina, la comodidad, la inhibición y, tal vez, la ignorancia; teniendo presentes aquellas palabras del Apóstol:Hermanos, yo no creo haber alcanzado la meta; pero dando al olvido lo que ya queda atrás, me lanzo en persecución de lo que tengo delante, corro hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús(Fil 3, 13-14).
b) Depende también el éxito de los métodos que se emplean. Métodos accesibles, que exijan un trabajo personal, que sean eficaces y progresivos. Es totalmente imprescindible que se adapten a las posibilidades de tiempo, de capacidad, de medios que tienen nuestros sacerdotes concretos; que no les dispersen, sino que les centren.
c) Depende, finalmente, de los directores, de los profesores, de los promotores. En este punto la Congregación da detalladas orientaciones en los números 12 y 13 de su carta.
Podríamos decir que, sin olvidar los medios extraordinarios que la misma Congregación propone para realizarse fuera de la diócesis (universidades, años especiales, etc.), normalmente la formación permanente ha de ser eminentemente diocesana. En naciones pequeñas y de abundante clero podrá pensarse otra cosa; en España, teniendo en cuenta sus dimensiones y el número del clero, es necesario pensar que la labor de formación permanente ha de recaer, principalmente, en las diócesis.
Dicha labor no se puede despachar con unos cuantos ciclos de conferencias dadas por unos profesores venidos de una Universidad o Facultad Teológica. La formación permanente debe implicar toda la persona del sacerdote y sus directores deben ser formadores integrales, dentro de las limitaciones humanas, que realicen su tarea en un clima de comunidad diocesana. Serán muy útiles los maestros, pero en su justa medida.
Hay que concebir la formación permanente dentro de la vida y de la acción pastoral de la diócesis, no como algo superpuesto. Ya hemos visto lo que dice la Congregación a este respecto (n. 14); e insiste, “si el obispo es quien se esfuerza por promover el entero trabajo pastoral de la diócesis, también él debe encargarse de la formación continua de los sacerdotes” (n. 14). Es una función que recae gravemente sobre el obispo, y que aun en el caso normal de que confíe la realización práctica a algunos sacerdotes, debe atender personalmente, con cuidado: “Dada la gran importancia del problema, es preciso que el obispo se mantenga en contacto con el director o directores de la formación sacerdotal” (n. 13).
Los directores han de participar personalmente, de algún modo, en los problemas y las realizaciones que están viviendo los sacerdotes concretos, a quienes pretenden ayudar en su formación. No prestarán esta ayuda únicamente con su competencia científica, sino fundamentalmente con su testimonio sacerdotal, con su amistad, su vida espiritual y su entrega apostólica.
La mayoría de nuestros sacerdotes pueden llegar a admirar al profesor científicamente preparado, pero esta sola cualidad raramente les estimulará en su vida real, pues es lógico y normal que lo encuentren lejano y distante en sus propias realidades. La eficacia y el éxito de la formación permanente del clero están en manos de los directores y profesores, que sepan actuar desde el mismo seno, concreto y muchas veces limitado, de las preocupaciones y anhelos de los sacerdotes, de lo contrario será agua que no cala, ni fecunda.
En definitiva, la formación permanente del clero nos pide reafirmarnos en la profunda convicción de que “una vida espiritual sólida y una ciencia teológica recta fomentan vivamente el celo y la actividad pastoral, la fructuosa administración de los sacramentos, la predicación de la palabra de Dios con verdadera fuerza de persuasión, y la caridad pastoral universal, que constituye la misión para la cual hemos sido ordenados sacerdotes” (n. 11).
1 San Juan de Ávila, Obras completas, vol. VI, Madrid 1971, BAC 324, 278-279.
2 San Alfonso María de Ligorio, El hombre apostólico, tratado VII, punto 2.°, n. 56.
3 J. Herrera-V. Pardo, San Vicente de Paúl,Madrid, 1955, BAC 63, 920 ss.
4 Véase Ecclesia, n. 1469, 7 de julio de 1973, 842.
5 PabloVI, Alocución del 21 de mayo de 1973: apud Insegnamenti di Paolo VI, 1973, 510-511.