Comentario a las lecturas del XXX domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 26 de octubre de 1997.
Anhelamos la felicidad, la paz, el bien, como el ciego anhela ver, como los desterrados desean volver a la patria. La liturgia de hoy es de cantos gozosos, porque se cree y se espera la curación y la liberación. No olvidemos que el domingo es el día en que se comenzó a celebrar la resurrección del Señor, es decir, la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, el día en que, tras los trabajos y agobios de la semana, los creyentes en Cristo recobraban la alegría de vivir, confiados en que la vida tenía un sentido y merecía la pena esforzarnos en la lucha áspera y fatigosa de cada día ante la perspectiva del gozo inenarrable que el domingo les hacía sentir.
Jeremías da un testimonio impresionante. Es un hombre que vive en tiempos sombríos, a la espera de la Nueva Alianza. Se compromete en cuerpo y alma con su mensaje. Yahveh será realmente el Dios Padre, que volverá a reunir a sus hijos en el hogar, que dará cobijo a todos. Manifestaciones de alegría por doquier. Gritad de gozo, regocijaos, alabad y decid: Dios salva a su pueblo, a todos, porque entre ellos hay ciegos, cojos… una gran multitud, que se marchó llorando al destierro y que vuelve llena de júbilo a la casa del Padre, confiada en que solo Dios puede salvarla. Esta es la afirmación que nuestra sociedad necesita escuchar. Sólo Dios puede salvarnos. De ninguna manera el sonido hueco, vacío y nihilista del ‘Dios ha muerto’. Alguien ha escrito que un día en la fachada de la casa en que vivía Nietzsche apareció esta inscripción, que transcribía la frase del famoso escritor: “Dios ha muerto. Firmado, Nietzsche”. Pasado algún tiempo, alguien escribió en la casa de enfrente: “Nietzsche ha muerto. Firmado, Dios”.
Los que creemos en esta verdad auténtica y vital de la salvación que viene de Dios, tenemos que comunicarla y hacer partícipes a los demás del mensaje de esperanza. No se trata de ofrecer principios abstractos, ni ideas mejor o peor desarrolladas. Abundando en lo que exponíamos el domingo anterior, Cristo es el Sacerdote cercano que vivió su misión compartiendo su carga con los demás, tal como leemos en la Carta a los hebreos. Respondió a la llamada de Dios para ir mano a mano con los hombres, sus hermanos. Él es el Mediador. Sirviendo a Dios, ama a los hombres y amando a los hombres, sirve a Dios. Como tenemos que hacer nosotros. Porque Cristo Sacerdote tiene que ocuparse del culto a Dios, se interesa por los desgraciados, por los infelices. Ha venido a llamar y salvar a los pecadores, no a los justos. ¿Pero quién es el orgulloso, que se cree justo? Comprende a los ignorantes y extraviados, y quiere que caigan en la cuenta de que el Padre no los olvida. Cristo cercano, cercanísimo. Meditando en Él, tal como aparece en el Evangelio, se le ve próximo a nosotros, como hermano, como un amigo, en quien podemos tener nuestra confianza, pero a la vez infinitamente distante, inaccesible. Es Dios y es hombre.
En el evangelio de hoy Jesús se nos muestra devolviendo la vista al ciego Bartimeo. Le regañaban a éste y le pedían que se callase, pero él gritaba una y otra vez: “Jesús, Hijo de David, ¡ten compasión de mí!”. Preciosa oración de súplica confiada e insistente, que repetimos a lo largo de la vida, incluso a veces de manera rutinaria. Bendita rutina, aunque así fuera, que tiene su encanto, como el beso del hijo a sus padres al salir de casa para ir al colegio o al volver. Bartimeo abrió los ojos y vio al Señor. Y le siguió por el camino.
Cuando miramos atentos nada más que a lo terreno, no vemos a Cristo, sino a nuestra propia persona e interés. Razones humanas o incluso el sentido común pueden escandalizarse de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, revelación viviente del Padre. Hay que abrir los ojos y seguir por el camino con el Maestro. Frente a Jesús hay que decidirse por todo o por nada. “Yo he venido al mundo –dijo Él– para que los que no ven, vean, y los que ven, se vuelvan ciegos”.