Comentario a las lecturas del V domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 9 de febrero de 1997.
Desde luego que ser cristiano no es compatible con una cómoda instalación en nuestros egoísmos. Sabemos que no es moneda corriente en el mundo la generosidad, la entrega desinteresada, el sacrificio, el esfuerzo costoso en beneficio de los demás. Nos contentamos, más bien, con un cierto respeto de unos a otros, o con el reconocimiento de ciertos derechos y nada más. De ahí a hacer lo que pide san Pablo, que es anunciar, como Cristo, la Buena Nueva de que somos hermanos e hijos de Dios, haciéndonos todo a todos por el Evangelio para vivir de su verdad, hay mucho camino que recorrer.
Cuando nos encerramos en nosotros mismos y contemplamos como único horizonte de nuestros afanes lo que puede traernos una utilidad inmediata o los placeres engañosos, de que quisiéramos gozar siempre, nos exponemos a vivir llenos de tristeza y amargura. Es la actitud de Job antes de abrirse al diálogo con Dios: “Mis días corren más que la lanzadera y se consumen sin esperanza”. “Recuerdo que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la dicha”. En esta noche sin luz consumen su vida muchos hombres y mujeres de nuestro mundo. Incluso a aquellos que creen gozar, pronto les llega la desilusión y el dolor. Hace pocos años la prensa de todo el mundo nos anunciaba la muerte de la hija de Onassis, cuyas últimas palabras fueron: “El drama mío consiste en que no he podido desear nada, porque lo tenía todo”. Le faltaba lo principal, que era Dios, y se sentía vacía.
La Palabra que se comunica no es nuestra, como dice san Pablo, sino de Dios. Y el anunciar el Evangelio con palabras oportunas o con nuestra conducta cristiana no es fanatismo, ni deshumanización. ¡Ay de nosotros, los que nos decimos creyentes y no hablamos de lo que el Señor nos dejó como su testamento! San Marcos avala lo dicho con la predicación y la acción del Señor, que es inseparable del servicio, de la entrega y solicitud por los que le necesitan. “La población entera se agolpaba a la puerta”, sobre todo los más pobres y necesitados. La cercanía de Dios a los hombres no tiene sólo unas miras sociales e inmediatas, sino que sus auxilios y curaciones son una revelación del Dios viviente.
Es una llamada a colocarnos en las manos de Dios, alentados por la fe. De manera que no se puede reducir la dimensión de la vida cristiana ni la predicación del Evangelio a repartir bienes materiales o sociales, por muy necesarios que sean. Cristo estuvo más cerca que nadie de los más pobres y necesitados. A muchos les curó o aplacó su hambre y su sed, pero siempre trató de elevarles a una situación de fe y de amor al Padre. “Todo el mundo te busca”, le dicen Simón y sus compañeros. Las palabras “Venid a mí todos, que yo os aliviaré” fueron realizadas por Él antes de ser pronunciadas. Jesús siente nuestro sufrimiento. Hace suyo el agobio y la misericordia y los convierte en formas de redención. Toda la actividad de Jesús es una revelación de Dios y conduce al hombre hacia Él. Eso es lo que ocurre con los santos, con los que de verdad creen. Jesús lo que mira ante todo es la fe. La ve como obsequio del hombre a Dios, como valor primordial, como atención suprema en la criatura con relación a Dios.