Comentario a las lecturas del XXIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 7 de septiembre de 1997.
El fragmento de Isaías parte del libro de la consolación. El pueblo de Israel en el destierro sufre todos los males y el profeta de la liberación quiere darle ánimos, abrirle a la esperanza y anunciarle la intervención salvadora de Dios. Tardará más o menos en llegar, pero llegará.
Isaías lo proclama así con palabras, que han sido llamadas el “himno de la alegría del Antiguo Testamento” y han sido recogidas por Händel en su conocido oratorio “El Mesías”. Todo se sanará a su contacto. Como imagen de esta liberación se alude a lo que para el pueblo judío era la mayor expresión de júbilo personal y social: el agua. Aguas en el desierto, torrentes en la estepa, el páramo desolado se convertirá en estanque, lo pedregoso será un manantial vivo.
Esta liberación tiene que producirse en nuestra vida personal e invadirlo todo: dolor, duda, fracaso, profesión, ánimo caído, desilusión, desesperanza. Jesús es el Mesías y llega a todas las situaciones en que nos encontremos. La auténtica fe en Él es desde luego fecundidad de vida y progreso humano también. Pero la liberación verdadera llegará a nosotros en tanto en cuanto nos despojemos de nuestros esquemas egoístas y lo centremos todo en Él. Hay que dejar de lado “nuestra justicia”, que tantas veces no es más que nuestro orgullo. Si le dejamos a Él ser agente de nuestra biografía, y esto siempre sin avergonzamos de Él nunca, brotará en nuestro interior esa paz indefinible, que sienten los limpios de corazón.
Todo lo que fue anunciado se cumple en Jesús. El relato de san Marcos lo narra así. La salvación prometida se realiza en la curación de un sordomudo en un país pagano. “Effetá”, esto es, “abríos”, en la lengua aramea de Jesús. La expresión y el gesto del Señor para curar al sordomudo se conservan en la liturgia bautismal de la Iglesia. El sacerdote toca los labios y oídos del que se bautiza y pide que se abran para escuchar la Palabra de Dios y los labios pronuncien sus alabanzas.
Esta tarea de liberación tiene mucho que ver con nuestra condición cristiana. Desde luego no es cristiano el que reduce su fe a un creer teórico o a una escucha infecunda de la Palabra de Dios. La fe tiene que mostrarse con obras y nuestras eucaristías tienen que hacerse compromisos en la vida. Este es el cambio que se opera en nuestra existencia, cuando la Palabra, escuchada y admitida en el interior de nuestro corazón, nos hace hombres nuevos. Esos compromisos de que hablo, certifican nuestra fidelidad al Evangelio, pero han de ser lo que Cristo quiere y entienden todos los demás.
El Apóstol Santiago, en el texto que se nos ofrece hoy, es clarísimo: No juntéis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo en nuestras relaciones humanas, ni mucho menos en nuestra acción evangelizadora. Hemos de escuchar la lógica de Cristo: Dios ha escogido a los pobres del Evangelio para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman. ¿Quiénes son para nosotros las personas importantes? ¿Acaso los que se someten a los valores del dinero, del poder, de la ambición? Dios, en cambio, proclama los valores de la sencillez, del desprendimiento, del servicio, de la disponibilidad, de la fidelidad a la liberación, que Él vino a ofrecer.
Cristo es el centro de la liberación plena, para unos y para otros, porque ha vencido la raíz de toda opresión, que es el pecado, sea bajo la forma de vanidad, envidia, odio, venganza, o de avaricia, lujuria, mentira, etc. El cristiano nunca puede dejar fuera la vida. Fe y vida van unidas; de lo contrario, no tienen sentido.