Artículo publicado en ABC, el 16 de junio de 1993 y reproducido en BOAT, junio-julio de 1993.
Hoy será canonizado por el Papa el sacerdote catalán Enrique de Ossó y Cervelló.
Nació en Vinebre (Tarragona) el 15 de octubre de 1840. El 15 y no el 16, como consta en la partida bautismal, según manifestó repetidamente don Enrique que su madre le decía con frecuencia. Es un día muy significativo, pues en don Enrique de Ossó y Cervelló hizo Teresa de Jesús su segunda salida. Este hombre, que fue providencial en la España turbulenta y desorientada de aquellos años, encontró en el espíritu de la gran mujer y la gran santa una invencible fuerza de arrastre.
Maestro, maestro por encima de todo quería ser de pequeño, frente al padre, que lo quería comerciante, y la madre, sacerdote. Pero Dios le quiso sacerdote y maestro. A los catorce años se escapa a Montserrat con el propósito de ofrecerse a la Virgen y darlo todo. Todo, hasta las ropas que llevaba las cambia durante el camino por los andrajos de un pobre niño mendigo. Siendo seminarista, en sus temporadas de vacaciones se adivina ya en él el genial catequista que iba a ser –como lo llamó Juan Pablo II en su beatificación–. Profesor de matemáticas en el Seminario de Tortosa. Apóstol de los suburbios. Periodista, director y jefe del periódico El amigo del Pueblo. Autor de libros doctrinales, de devoción, de pedagogía, de catequesis, de propaganda religioso-social, de libros de texto para la Compañía de Santa Teresa en su colegio. A sus treinta y dos años funda la Revista Teresiana y así desde Tortosa llega a toda España con Santa Teresa de Jesús.
Gran descubridor de la fuerza, de la capacidad y de la importancia de la mujer, fundó un movimiento femenino de apostolado seglar en un momento en que no se conocía lo que esto significaba ni su trascendencia: la Archicofradía de María Inmaculada y Teresa de Jesús, que llegó a tener ciento treinta mil afiliadas en toda España –hoy, Movimiento Teresiano de Apostolado–. Había que formar el corazón de la mujer española en el molde de Teresa de Jesús, hacer que reviviera su imagen en ella. Movimiento que posteriormente se difundió por otras partes del mundo gracias a la Compañía de Santa Teresa de Jesús.
El cuarto de hora de oración es un libro famoso que escribió con maravillosa visión, apenas fundado el movimiento de apostolado, y se difundió rápidamente por parroquias, pueblos y ciudades. Lo mismo que El tesoro de la juventud. Del primero se han hecho más de cincuenta ediciones. En seguida, la fundación de otra obra maestra de la pedagogía cristiana: los Rebañitos del Niño Jesús –hoy, los Amigos de Jesús–. Y todos los movimientos, alimentados siempre por sus propios escritos: Guía del catequista, Viva Jesús, etc. Pero había que ir en busca de los hombres y a tal efecto constituyó la Hermandad Josefina. Fue un apóstol incansable. Como consecuencia de la peregrinación nacional que organizó en Ávila, se establecieron las bases de lo que habría de ser la Hermandad Teresiana Universal, idea que, por su amplitud, casi temeraria, no llegó a cristalizar.
Su intenso amor a la Iglesia y al Papa le movió a organizar una peregrinación teresiana a Roma. Apenas hay un número de la Revista Teresiana en que deje de comentar los documentos pontificios. Pío IX y León XIII fueron los Papas que rigieron la Iglesia durante su vida. Su irrenunciable vocación de pedagogo, amigo siempre de concretar hasta el máximo posible ideas y orientaciones, le inspiró resumir en normas y consejos prácticos la necesidad de seguir cada día con más fidelidad los caminos que los Pontífices señalaban. Una manifestación muy significativa de lo que digo es el siguiente hecho. Al lanzar León XIII al mundo la Rerum Novarum, la respuesta inmediata de don Enrique para contribuir a su difusión fue hacer una edición sumamente económica y numerosísima de un Catecismo de obreros, sacado, a la letra, de la encíclica.
Entre sus servicios a la Iglesia y a la sociedad descuella el que vino a ser la razón de su vida: la fundación de la Compañía de Santa Teresa de Jesús. Quiso regenerar la enseñanza desde el punto de vista cristiano y pedagógico, valiéndose de instituciones y métodos que a muchos parecían demasiado nuevos. “Se ha dicho –escribe– y es verdad que educar a un niño es educar a un hombre, mas educar a una mujer es educar a una familia… El campo donde se da la batalla más encarnizada es el de la enseñanza”. Quería que las religiosas de la Compañía no vistieran hábito, sino traje normal de las mujeres de su tiempo, que hicieran estudios civiles, que lograsen cátedras en institutos y universidades. Hoy la Compañía de Santa Tersa de Jesús se ha extendido por España, Francia, Italia, Portugal, por África y por casi todos los países de América.
Don Enrique sufrió mucho en su vida, sencillamente porque fue un apóstol. El mundo no acepta el mensaje de Cristo sin contradicción. Creo que fueron dos los momentos más dolorosos de su vida, los dos dentro de lo que llamamos contradicción de buenos. Fue reo ante los Tribunales. En los ambientes políticos y eclesiásticos de la época, don Enrique encontró el canto y la cal de la incomprensión, cerrándole el paso. Y la persecución abierta y enconada apareció en su vida, amenazando destruir lo que había levantado tras largos años de esfuerzo, acusado de haberse apropiado de un solar que no era suyo. Su conducta durante todo el pleito hoy es motivo de su gloria. Su otra espina lacerante fue la crisis interna de la Compañía que había fundado. Se desconfió de él. Lo que él sufrió ante esta situación sólo Dios puede saberlo. Tomó una resolución que a mi juicio es la piedra más preciosa de la corona que mereció llevar su frente. Juzgó ser del agrado de Dios retirarse de la Compañía. Su ausencia no fue rompimiento, ni evasión, fue sencillamente holocausto. Murió solo en el Monasterio Franciscano de Sancti Spiritus en Gilet (Valencia), el 27 de enero de 1896, adonde se había retirado para practicar ejercicios espirituales.
Cuando escribí su vida –hace ya treinta y ocho años– creí acertado resumir lo que a mi juicio señalaba el secreto de su fecundidad apostólica en este título: “Don Enrique de Ossó o la fuerza del sacerdocio”. De ahí, de ese espíritu sacerdotal equilibrado, sereno, profundo, brotaron en él las caudalosas energías que desplegó con esfuerzo admirable al servicio de la Iglesia y la sociedad de su tiempo.