Carta pastoral, de septiembre de 1973, publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, octubre 1973, 427-480. No se reproducen los dos apéndices que ocasionalmente se añadieron al texto de esta Carta Pastoral.
A los sacerdotes, comunidades religiosas y fieles de nuestra Archidiócesis Primada de Toledo.
Muy amados en el Señor:
Os escribo esta Carta Pastoral para hablaros de un problema al que he concedido atención preferente desde que, en enero de 1972, vine a hacerme cargo de nuestra Diócesis. Se trata del Seminario diocesano.
Anuncié enseguida mi visita pastoral al mismo y durante largo tiempo he venido realizándola. He hablado con todos, superiores, profesores, alumnos; he consultado, he orado, he reflexionado mucho.
Mi intención no fue nunca hacer una visita canónica más o menos formalista, a la que pudiera seguir la promulgación de unos decretos determinados. Quise más bien estudiar con detenimiento la situación del Seminario en el presente para poder mirar hacia el futuro. Fácilmente se advierte que, en un análisis de esta índole, claro y comprometido, como a mí me corresponde, no podía aislar la realidad del Seminario dentro de los estrechos límites que le definen institucionalmente. Nada vive ni se desarrolla hoy en la Iglesia aislado en su contexto. Personas e instituciones aparecen sometidas al fuego cruzado de pensamientos y anhelos apostólicos que nacen del conjunto de la comunidad eclesial y ponen en obligada relación a unos con otros. Para examinar el problema del Seminario hay que tener presentes a la vez otras muchas realidades de la vida actual de la Iglesia, estrechamente unidas entre sí.
No se puede permanecer más tiempo en el silencio, sin intentar salir del confusionismo hoy existente y aportar a la Iglesia el servicio personal que cada uno debe prestar, aunque sea modesto y pobre.
Consciente, pues, de la importancia transcendental del tema, escribo este documento en el ejercicio de mi responsabilidad pastoral, y con el deseo expreso de que en adelante todos nuestros diocesanos, pues que a todos interesa, conozcan las orientaciones y criterios por los que ha de regirse la vida de nuestro Seminario. Junto con esta Carta Pastoral promulgo otros documentos: Ideario, Nuevo Plan de estudios, Reglamento de régimen interno, Normas de vida académica.
Primera Parte:
Señales de confusión #
- Importancia del problema
El porvenir religioso de una diócesis depende en gran parte del seminario diocesano. No pretendo negar, con esta afirmación, la existencia ni el valor de otros recursos activos que, suscitados y renovados continuamente por el Espíritu de Dios en el seno de la comunidad eclesial, contribuyen a despertar y mantener la vida cristiana. Y más particularmente hoy cuando, como fruto deseado del Concilio, se mueven inquietos y prometedores los gérmenes de una mayor conciencia de las obligaciones que dentro de la Iglesia nos corresponden a todos. Ojalá lleguen a ser fecundos; hoy todavía no lo son más que en muy escasa medida.
Cuando hablo del Seminario estoy hablando del sacerdocio. Es a este sacerdocio de Cristo, perpetuado en los hombres elegidos por Dios, al que atribuyo el poder y la facultad de que la redención salvífica se transmita a la humanidad. Si desapareciera, todavía podría seguir existiendo la fe, pero lentamente se extinguiría en una agonía implacable la riqueza espiritual antes existente en una comunidad determinada.
El Seminario es la institución, el lugar, el tiempo, el método, todo a la vez, que la Iglesia utiliza para que siga habiendo sacerdotes. De un modo o de otro la realidad del Seminario existirá siempre, porque los sacerdotes no nacen, se hacen. Hay que prepararlos y formarlos como la Iglesia lo pide y lo dispone.
- Una actitud simplista
En los años que han seguido al Concilio, el tema del seminario, al igual que tantos otros relativos a la vida de la Iglesia, ha sido objeto de la atención de muchos. Lo que se ha escrito y se ha dicho, lo que se ha hecho o se ha permitido hacer sobre los seminarios supera todo lo imaginable. Algún paciente historiador podría recopilarlo y nos ofrecería, sin duda, una documentación tan variada que nos llenaría de estupor, y, en algunos casos, de remordimiento y de vergüenza. Junto a esfuerzos muy laudables para conseguir la necesaria renovación, se han manifestado y han ejercido notable influencia las más desatinadas proposiciones. Pero en muy poco tiempo –no diré que como resultado de esto únicamente, porque de hecho han influido otras causas– se ha producido un fenómeno alarmante: la disminución creciente de las vocaciones al sacerdocio.
Y aquí es cuando surge una actitud que, por su simplismo, es inadmisible. Al contemplar el vacío y la desorientación tan difundida, las perplejidades de los alumnos próximos a las sagradas órdenes, y la falta de entusiasmo e ilusión sacerdotal en muchos de ellos, las esperanzas vanas de unos y las exigencias desmedidas de otros, hemos acudido a unos cuantos tópicos, constantemente repetidos, para encontrar en ellos consuelo a nuestras desventuras y explicación a nuestros fracasos: el de la crisis necesaria e inevitable, el de la transformación y el cambio obligados, el de la necesaria espera a que se aclaren conceptos e ideas. Es decir, primero hemos consentido en la confusión, o hemos dado origen a ella, y después la hemos invocado para explicar el desconcierto.
¿Era honesto decir que no sabíamos cómo tenían que ser los seminarios cuando teníamos un documento tan claro e iluminador como el Optatam totius del Concilio Vaticano II? ¿Es que no venía hablando el Papa insistentemente sobre el sacerdocio y sobre la preparación de los candidatos al mismo con precisión y claridad? ¿Por qué tantas y tan funestas experiencias en materia tan delicada? ¿Habíamos olvidado acaso lo que significan palabras y conceptos como virtud, pecado, Eucaristía, penitencia, mediación de Cristo, vida eterna, ley moral, conciencia, sacramentos…?
Más que olvidarlo, asistíamos a una masiva y despiadada avalancha de reformistas de toda índole, sin respeto para nada ni para nadie. ¿Cómo no se iba a producir la crisis? Lo que había que investigar es en qué medida estaba justificada y en qué otra era provocada por todos nosotros. De las enseñanzas del Concilio Vaticano II y de los posteriores esfuerzos de la Iglesia en relación con el mundo moderno, era lógico esperar que se derivasen cambios notables y provechosos en cuanto a los seminarios, como en las demás manifestaciones de la vida de la Iglesia. Pero no esa descompuesta agitación que, más que cambios, favorecería una progresiva demolición.
Nunca se podrá admitir como única explicación, justificadora y tranquilizante, la situación de cambio en que vive el mundo de hoy, a la cual hemos apelado constantemente. El Papa, repito, ha hablado con frecuencia sobre cómo debía ser el sacerdote de hoy y de mañana. El primer Sínodo de Obispos de 1967 ya se ocupó del problema de los seminarios. La Sagrada Congregación para la Educación Católica ha promulgado instrucciones varias y ha hecho conocer su pensamiento mediante la Ratio institutionis, serio documento que permitía descubrir certeramente el modo de hacer la síntesis entre lo antiguo y lo nuevo. Pero se estimó preferible, por parte de muchos, discutirlo todo y querer descubrir, por cuenta de cada uno, lo que habían de ser la piedad y la ascética, la libertad y la responsabilidad, la obediencia y la disciplina, la vida interior y el contacto con el mundo.
Si a esto unimos la desorientación causada por muchas enseñanzas teológicas y morales ofrecidas indiscriminadamente a los jóvenes seminaristas, se explica mejor la crisis y se ve con claridad que ha sido en gran parte innecesariamente provocada.
Nosotros mismos, los que somos sacerdotes y obispos desde hace veinte o treinta años, si hubiéramos sido educados en medio del desbarajuste doctrinal, disciplinar y moral de estos años, habríamos padecido las mismas crisis y desorientaciones que los seminaristas de hoy, aun cuando el ambiente hubiera sido el de ayer, aun cuando no se hubiera producido todavía en España el paso de una civilización rural a otra de carácter urbano e industrial, etc. Es decir, aun cuando no se hubieran dado esas causas que hoy invocamos para explicar lo que nos está sucediendo.
Difícilmente pueden los jóvenes seminaristas superar las dificultades propias de un estado de formación tan necesitado de equilibrio, si se encuentran con enseñanzas teológicas inseguras, con criticas amargas contra la Iglesia nacidas del seno de la misma, con revisiones de su vida espiritual que prácticamente la reducen a la nada, con campañas contra el celibato como las que se han hecho, con actitudes de otros sacerdotes que en lugar de alentarles a seguir su camino llegaban a decirles que ellos en su caso no se ordenarían, con oposiciones sistemáticas a la Jerarquía de la Iglesia y a sus determinaciones. No hay seminarista que resista sereno y firme este ataque continuo a sus iniciales convicciones.
Este simplismo de querer explicar y disculparlo todo apelando sin más a los cambios que se producen en la sociedad actual, me parece sencillamente indecoroso. Y tanto más nocivo cuanto que nos permite seguir adelante sin preguntarnos a nosotros mismos por nuestra propia responsabilidad.
En el mensaje que nos dirigió Su Santidad Pablo VI para la Jornada de las Vocaciones en marzo de 1970, escribió estas palabras memorables, después de referirse a la repercusión que los cambios violentos producen en la misma Iglesia:
«Es en nosotros mismos donde es necesario buscar la causa de la situación actual de las vocaciones en el mundo. En nosotros, decíamos, y no en el espíritu de los jóvenes, cuya generosidad no es hoy menor que ayer…»
«La gracia de una vocación depositada por Dios en un alma no es otra cosa, en el fondo, que una aportación más abundante de caridad divina destinada a su Iglesia para la edificación del Reino de Dios en la tierra. Sucede, frecuentemente, en el tiempo en que vivimos, que esta gracia no alcanza su fin. Para que esto se obtenga es necesario crear condiciones favorables, especialmente, en el espíritu de los jóvenes, en el ambiente familiar, en la comunidad cristiana y en los mismos lugares de formación sacerdotal y religiosa. En el espíritu de los jóvenes, ante todo. Para hacerles acoger con entusiasmo el don de la vocación divina, es necesario que este ideal se le presente en su auténtica realidad y con todas sus severas exigencias como donación total de sí al amor de Cristo (cf. Mt 12, 29) y como consagración irrevocable al servicio exclusivo del Evangelio. Y para conseguir esto, el testimonio de un sacerdocio ejemplar vivido, o el valor de una vida religiosa que se muestra en concreto en las distintas instituciones reconocidas por la Iglesia, tiene un peso considerable: más aún, preponderante…»
«Una comunidad que no vive generosamente según el Evangelio, no puede ser sino una comunidad pobre en vocaciones. Al contrario, donde el sacrificio cotidiano tiene despierta la fe y mantiene un alto nivel de amor de Dios, las vocaciones al estado eclesiástico sacerdotal continúan siendo numerosas. Tenemos confirmación de ello en la situación religiosa del mundo: los países donde la Iglesia es perseguida son paradójicamente los países donde tas vocaciones florecen en mayor número y a veces en gran abundancia…»
«Un clima de conformidad con el mundo, de relajamiento en el espíritu de oración y de amor a la cruz, no puede dejar de influir en el nivel espiritual del seminario y conducir así a soluciones prácticas, en la educación del clero joven, que están en contraste con los deberes esenciales de una vida sacerdotal. Así se vería comprometido el valiente esfuerzo de renovación de los seminarios, que fundamentalmente en la línea del Concilio, está felizmente en camino de ejecución en todas partes.»
«Todo esto debe convencernos de que es vano buscar explicaciones únicamente humanas de la actual crisis de vocaciones. Esto no es sino un aspecto de la crisis de fe que hoy padece el mundo. No es, por tanto, haciendo más fácil el sacerdocio –liberándolo, por ejemplo, de aquello que la Iglesia Latina desde siglos considera su gran honor: el celibato– como se volverá más deseado el acceso al mismo sacerdocio. Los jóvenes se sentirán atraídos todavía menos por un ideal de vida sacerdotal menos generosa. No es en este sentido en el que debemos orientarnos. Por lo demás, allí donde la preparación al sacerdocio se desarrolla en una atmósfera plena de oración, de caridad, de mortificación, el problema del celibato ni siquiera aparece y los jóvenes encuentran más que natural consagrarse a sí mismos a Cristo con una disponibilidad plena y total para el Reino de Dios.1»
Al año siguiente, en el discurso que el Papa dirigió a los participantes en el IV Congreso de Directores Nacionales para la Obra de las Vocaciones Eclesiásticas, dijo así:
«No basta hablar o escribir diciendo que los tiempos han cambiado, que reclaman una nueva forma de ministerio, un modo distinto de inserción del clero en la sociedad, un otro estilo de formación de los candidatos al sacerdocio. El próximo Sínodo de los obispos, como sabéis, examinará estas graves cuestiones. Las condiciones de la vida sacerdotal tienen, ciertamente, una gran importancia: pero la llamada a entregar toda su vida al servicio de Cristo, con la disponibilidad de los apóstoles, trasciende todas estas condiciones: ¿no encuentra su mejor fundamento y su más grande posibilidad de desarrollo en un clima de fe profunda en el Señor, un sentido auténtico de la Iglesia, y el deseo apasionado de servir a las almas, hasta la generosidad de la cruz, vivida en la esperanza pascual?»2.
- Los defectos de antaño y las virtudes de hoy
Nuestros seminarios necesitaban una renovación acomodada a los tiempos que vive hoy la Iglesia, y a ello dedicó generosos esfuerzos el Concilio Vaticano II. Se oyeron en el aula conciliar voces de obispos de todos los continentes pidiendo una reforma eficaz en la formación de los jóvenes seminaristas y en los métodos de aplicación de la misma. Había que lograr un sistema de estudios más actualizado y menos distante de la cultura profana moderna para saber acercarse a ella aprovechando los valores que encierra, y haciendo ver la armonía de la revelación cristiana con la misma.
Y tanto más que a las reformas académicas, se quiso prestar atención a las personas. Se consideraban defectos graves de la institución, tal como venía desarrollándose, la disciplina rígida, el uniformismo, el aislamiento artificial con relación al mundo, la despersonalización del régimen de comunidad masiva, etc. Había que esforzarse más, en lo sucesivo, para conseguir un tipo de seminarista libre en sus opciones, maduramente responsable, dispuesto a participar en la marcha del seminario en todos los órdenes, dotado de sentido critico para no ser sujeto inerte de determinaciones extrañas a él, hombre de fe y de amor al mundo en el que había de trabajar mañana, capaz de iniciativas generosas, no alejado de los hombres y a la vez centrado en Dios y en un profundo amor al misterio de la Iglesia santa. Hermoso ideal, del que no se puede abdicar ni un solo instante.
Solamente debo advertir, para que no nos hagamos demasiadas ilusiones, dos cosas. La primera es que en los seminarios de antaño vivieron y se formaron innumerables jóvenes así, que fueron después sacerdotes en los que brillaron esas características y que, si otros no lo fueron, el fallo no se debió únicamente a los defectos del seminario, sino principalmente a la falta de una atención posterior a las condiciones en que se desenvolvía su vida. Y la segunda es que para lograr estas espléndidas metas que señalaba el Concilio era absolutamente necesario ser fieles de verdad al mismo y a sus postulados, mientras que lo que ha ocurrido en muchos casos ha sido lo contrario.
Tiene consecuencias trágicas para un seminario el hecho de que para fomentar una piedad más personal se consienta en la disminución y casi ausencia de prácticas piadosas: o que en lugar de una adecuada formación pastoral se caiga en un activismo estéril sin seriedad en el estudio; en lugar de una más armoniosa inserción en el mundo, identificación con sus ofrecimientos y solicitudes de todo género; en lugar de intervención gradual y prudente en los diversos niveles de la institución, disconformidad sistemática formulada desde fuera y desde dentro: en lugar de opción abierta y progresiva hacia el sacerdocio (hablo de los seminarios mayores), abandono irresponsable y cómodo en manos de la perplejidad, la dilación y la falta de compromiso, sirviéndose egoístamente de las estructuras del seminario para ir buscando otras soluciones al problema personal de cada uno.
Esto ha sucedido estos años y no es lícito quedarse tranquilos diciendo simplemente que también antaño había defectos. Los había, pero que no se pretenda ahora hacer pasar por exigencias conciliares los defectos de hoy, verdadero atentado a lo que el Concilio ha pedido con la máxima insistencia. El Cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación para la Educación Católica (Seminarios y Universidades) ha hablado mil veces sobre el problema. Nadie ha proclamado tanto como él la necesidad de renovación en los seminarios. Nadie tampoco ha insistido tan decididamente en la absoluta necesidad de ser fieles a lo que el Concilio señaló.
Ahora bien, ¿es fidelidad al Concilio decir, como se ha dicho, que no se sabe en qué consiste ser sacerdote hoy? ¿Que los seminaristas han de formarse viviendo la vida «normal» del mundo para presentarse después algún día a las sagradas órdenes como una emanación de la comunidad, que es quien ha de tener una intervención decisiva? ¿Es fidelidad al Concilio el que cada uno se autorice a sí mismo o exija su propio régimen de vida, prescindiendo incluso de la participación en la Eucaristía, comportándose en todo como los que van camino del matrimonio, o aspiran a una profesión civil? ¿O que residan alumnos en el seminario para aprovecharse de sus ventajas haciendo a la vez otros estudios con el único fin de tener una salida asegurada, engañando así a la comunidad cristiana y al pueblo, muchas veces pobre, que sostiene económicamente los seminarios?
En el año 1968, dicho Cardenal Prefecto enviaba a los obispos una comunicación relativa a lo que en el Sínodo del año anterior se había expuesto sobre el problema de los seminarios, con vistas a la elaboración de la Ratio institutionis, a la que pertenecen las siguientes observaciones:
«Ciertamente no faltan motivos de inquietud. Es más, algunos son de extrema gravedad. Creemos deber nuestro informar a los episcopados, intentando buscar a una con los mismos excelentísimos ordinarios la manera de ayudarles, ayuda que puede prestarse o mediante directrices concretas o mediante informaciones.
- Difusa incertidumbre sobre algunos puntos relacionados con la fe
El Sínodo dedicó una buena parte de su trabajo a analizar la actual situación de los problemas que se refieren a la fe. Por otra parte, varias conferencias episcopales han publicado importantes documentos sobre el tema, y el Sumo Pontífice no cesa de llamar la atención sobre este grave problema.
Este estado de cosas afecta de manera singular a los seminarios. Si el ambiente y la atmósfera general ofrecen, en materia de fe, una inestabilidad y una inquietud habitual, la formación de nuestros jóvenes en la fe –que ellos mismos han de profundizar y luego comunicar a otros– tiende cada día a ser más difícil; es más, bajo ciertos aspectos, imposible.
El problema, por tanto, nos exige una atención especial. Los puntos sobre los que es necesario invitar a todos los seminarios a que comprometan su acción con toda energía y con el mayor empeño son los siguientes: ante todo crear una conciencia viva del carácter “tradicional” que es esencial a la fe. Esto exige: una gran fidelidad al Magisterio instituido por Cristo para la conservación de la fe; una estructuración unificada de la enseñanza; una idea muy clara de lo que es el trabajo teológico y las fuentes del mismo; una sólida formación histórica. Cuando el Concilio prescribe la creación de un curso introductorio (Optatam totius 14), ha querido expresamente asegurar y profundizar las bases de la fe en el alma de los candidatos al sacerdocio; este curso, por tanto, si está bien organizado, debe cumplir este fin fundamental. Además, es necesario hacer caer continuamente en la cuenta a los jóvenes de que el ejercicio de la fe –durante el periodo de la formación teológica– no puede separarse de la oración, puesto que la fe es don de Dios.
- Incertidumbre acerca del contenido específico del sacerdocio
Existen no pocas manifestaciones de duda –aun en el propio clero– acerca de la misma naturaleza exacta del sacerdocio. La gravedad de los problemas pastorales tiene el peligro de crear una duda generalizada sobre el contenido mismo del sacerdocio ministerial. Y se llega incluso a no ver en él más que una simple función accidental.
Creemos, pues, necesario hacer presente esto a los excelentísimos ordinarios para que vigilen con mucha atención toda clase de congresos, reuniones, etc., que van multiplicándose por todas partes, y que al tratar estos temas no rara vez lanzan opiniones sin la más elemental prudencia y sin consideración a las repercusiones que pueden tener en la opinión pública y en la conciencia de nuestros seminaristas…
- La formación espiritual
En todos los seminarios se ha sentido vivamente el problema de la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio. Con frecuencia la atención de los educadores debe dirigirse hacia los fundamentos mismos de la formación espiritual, esto es, de esa fe amenazada tantas veces. Por otra parte, existe hoy el peligro de que llegue a perderse el equilibrio necesario a causa de las transformaciones que se están operando, y teniendo en cuenta que el ambiente exterior hace sentir su influjo en el seminario cada día de una manera más determinante. A todo esto hay que añadir, y la cosa tiene particular importancia, que un gran número de usos y ejercicios espirituales –que ciertamente necesitan una revisión y que no corresponden a las necesidades de nuestros jóvenes– tienden a desaparecer, sin que se les sustituya por otros que tengan el mismo valor. Sin olvidar que a éstos corresponden finalidades que no pueden considerarse pasadas, se advierte inmediatamente la necesidad de crear métodos nuevos adaptados a nuestros tiempos.
- Cooperación y obediencia
El Decreto conciliar Optatam totius pide una formación activa en todos los campos. Las necesidades de esta nueva orientación no se oponen en absoluto a las exigencias de la obediencia. En este punto se dan muchos equívocos, como si libertad y obediencia fueran valores más o menos antitéticos…
- El Reglamento
La cuestión “Reglamento” en los seminarios crea en nuestros días nuevos problemas. Es evidente que suprimirlo sería un contrasentido. También para estudiar este aspecto de la vida de nuestros seminarios se impone una colaboración que permita evitar pasos en falso, los cuales podrían acarrear consecuencias desastrosas en la formación del clero joven.»3
- Rectificación a tiempo
Urgida mi conciencia pastoral por las consideraciones precedentes, de ningún modo superfluas en cuanto a su aplicación y oportunidad entre nosotros, me creo en el deber de pedir a toda la comunidad diocesana un serio esfuerzo para reflexionar sobre el problema y para ayudarnos a remediarlo.
En el Seminario Mayor, la Diócesis de Toledo solamente tiene hoy veintiocho alumnos, de los cuales tres hacen sus estudios en Salamanca y Palencia y el resto, veinticinco, en nuestra ciudad. Algunos pocos más han anunciado su propósito de ingresar este año. Residen con ellos once alumnos mejicanos pertenecientes al Instituto sacerdotal Vasco de Quiroga, que se disponen a ordenarse para el servicio de las diversas diócesis de Méjico, de España o de cualquier parte del mundo donde puedan ser llamados por la Iglesia.
La distribución de los alumnos de la Diócesis, curso por curso, es la siguiente: en el primero de estudios eclesiásticos, ocho; en el segundo, nueve; en el tercero, dos; en el cuarto, tres; en el quinto, uno; en el sexto, dos. Esto quiere decir que los próximos seis años recibirán el sacerdocio en Toledo muy pocos jóvenes, pues se puede presumir que no perseverarán todos los que hoy están matriculados. Y, sin embargo, durante ese tiempo quizá desaparezcan, por unas u otras causas, cuarenta sacerdotes del ministerio activo.
Mientras tanto, durante ese tiempo aumentarán en nuestro territorio diocesano, si no la población, si al menos los niveles de vida con sus exigencias de toda índole. Se extenderá la enseñanza media y quizá la universitaria, se multiplicarán las comunicaciones con los consiguientes desplazamientos, aumentarán los puestos de trabajo dentro de la evolución que ya se experimenta y, junto a una mayor información y más conocimientos, serán también más fáciles las diversiones y los ocios, es decir, el bienestar y el consumo de todo por parte de todos. La gran ciudad, próxima a nosotros, ejercerá una influencia cada vez mayor, y no será siempre para el bien. Proseguirá la emigración en unas zonas y aumentará el número de habitantes en otras, lo cual dará origen a nuevos desajustes. La familia, el núcleo fundamental para el mantenimiento y la propagación de los valores cristianos, perderá progresivamente su cohesión y sus mecanismos tradicionales de defensa, y las generaciones jóvenes sentirán, cada vez con más fuerza, el afán de subrayar por procedimientos múltiples la propia independencia con respecto a los demás.
Es decir, que en nuestro propio territorio diocesano, grande por su extensión geográfica, no pequeño por su población humana, pues se acerca al medio millón de habitantes, nos vamos a encontrar, nos estamos encontrando ya, con un tipo de hombre, de familia, de población rural o urbana, nuevos y distintos; serán más ricos en posesión de cosas, más pobres en cuanto a la presencia de Dios en sus vidas.
- Necesidad de sacerdotes
He aquí, pues, imperiosamente proclamada por los hechos, la urgencia de que contemos con sacerdotes para que nuestros pueblos no se queden sin alma cristiana al no poder recibir atención religiosa.
Sé muy bien que frente a estas perspectivas dolorosas nos son ofrecidas inmediatamente consideraciones tranquilizadoras que pretenden ayudarnos a descubrir nuevos horizontes y liberarnos de los «adormecedores» prejuicios en que hemos vivido hasta aquí. Estiman que es otro simplismo y casi una ofensa a la vitalidad de la Iglesia esta reducción de su capacidad santificadora a la existencia de sacerdotes en número suficiente. No hay que alarmarse, dicen; son temores infundados y cobardes, pesimismos que nacen de la desconfianza respecto al hombre, visión excesivamente clerical del Reino de Dios, falta de imaginación para hacer despertar tantas y tantas energías latentes en el seno de la Iglesia. Eso si no se añade, para consuelo apresurado, que tan nocivo puede ser para la causa del Evangelio la escasez de sacerdotes como la desmesurada abundancia de los mismos, que la solución está en un laicado más vivo y operante o en la mejor distribución del clero, que en España hemos padecido una auténtica inflación clerical, etc. Merece la pena que nos detengamos brevemente en el análisis de estas observaciones.
- La acción de los seglares
Confiemos en ellos, queridos sacerdotes. Un pequeño número, pequeñísimo respecto a la gran masa de la población española, está bien dispuesto a colaborar en el apostolado que su bautismo les pide. Hemos de hacer cuanto esté en nuestra mano para que aumenten sin cesar. Pero jamás podrán suplir al sacerdote en las funciones específicas de éste, sin las cuales la vida de toda comunidad cristiana queda forzosamente interrumpida o paralizada. Sin la Eucaristía y el sacramento del perdón de los pecados faltará siempre a los hombres lo más vivo de la redención de Jesucristo.
A veces hablamos de la nueva era de la Iglesia que se está forjando y nos imaginamos que se va a producir una situación inmensamente atractiva, fuerte y vibrante en las vivencias de la fe. Aparecerán –se dice– grupos cada vez más numerosos de laicos que, dotados de una cultura teológica y bíblica, recibirán diversos ministerios adecuados, propagarán la fe y participarán con fervor en la creación y el sostenimiento de las comunidades creyentes, darán el testimonio de una vida ejemplar, anunciarán con valentía sus compromisos de orden temporal, sabrán entregarse a la oración y a la vida litúrgica, etc., y así, sin necesidad de tantos sacerdotes, ni comunidades religiosas, ni templos materiales, ni estructuras sofocantes, se percibirá el aura refrescante y oxigenada de un cristianismo más evangélico que será para el mundo, ansioso de pureza, como una primavera esmaltada de esperanzas.
Yo no dudo, y lo deseo vivamente, que el laicado católico tiene una gran misión que cumplir en la vida de la Iglesia y que debemos trabajar todos para facilitarlo. Quizá sea éste uno de los aspectos más sobresalientes del Concilio: el impulso que ha dado al laicado y el reconocimiento tan explícito de sus funciones.
Pero el que estudie atentamente el Concilio y capte bien las líneas maestras del mismo, su teología y su fuerza interior, verá enseguida que es, cuando menos, pueril lo que está sucediendo hoy, a saber: ese halago a los seglares, como si para conseguir su colaboración tuviéramos que proclamar a su favor una indebida autonomía.
Aparece con frecuencia una presunción, cuando no una especie de reivindicación arrogante, que habla de su propio carisma, de sus juicios y orientaciones propias, de su manera de ver las cosas, de que ellos también son Iglesia y han llegado a la mayoría de edad, etc. Es francamente desmedida esta actitud: porque el Concilio no ha intentado hacer la apología, ni fomentar el encumbramiento del seglar, ni del clérigo. Ha tratado de situarle y situarnos a todos donde tenemos que estar, y nada más.
El seglar cristiano, por el bautismo, vive en el corazón de la Iglesia y se alimenta de su sangre. Por lo mismo tiene no sólo el derecho, sino la obligación de propagar el Reino de Dios en este mundo. Particularmente en los asuntos y dimensiones que le son más propias. Ni el seglar suple al sacerdote, ni el sacerdote tiene por qué asumir tareas que corresponden al seglar. Éste, para cumplir su misión, necesita de las fuerzas santificadoras de la Iglesia, gran parte de las cuales sólo a través del sacerdote llegan hasta él. La fuente y la cumbre de toda evangelización está en la Eucaristía, y únicamente el sacerdote es el ministro que la realiza en cuanto tiene de sacrificio y de sacramento.
No hay por qué contraponer laicado y sacerdocio y mucho menos afirmar que el uno suple al otro. La teología del laicado no es más que una parte de la teología de la Iglesia total. Su capacidad y su deber de evangelizar y santificar, dentro de lo que la Iglesia entiende por evangelización y santificación, no tiene sentido sin referencia a la gracia santificante, deseada o poseída a través de los medios que Cristo ha querido establecer. La fe que los laicos han de propagar y vivir con la palabra y con el ejemplo o testimonio de su vida es la fe de una Iglesia que es comunión jerárquica, en la cual los sacerdotes, como colaboradores de los obispos, tienen una triple misión irrenunciable: la de enseñar, santificar y regir con autoridad que los laicos no tienen.
Y esto no se opone en nada a los derechos de los seglares, ni al deseo de que nazcan de ellos iniciativas generosas o de que se esfuercen por contribuir con su trabajo y su entrega, dentro de la familia y fuera de ella, en los ambientes profesionales y en la sociedad en general, a impregnar la realidad humana del espíritu del Evangelio. Significa únicamente que para lograrlo han de hacerlo dentro de lo que es la Iglesia por disposición divina, con aceptación plena de las enseñanzas de la revelación, tal como el Magisterio las transmite, con deseo sincero de la santidad y justicia del Evangelio para sí mismos y para los demás hombres. Sumergidos en esa corriente que se mueve en el interior de la Iglesia, beberán de ella, y en los cauces por donde discurre. De lo contrario, no tendrán más que cisternas rotas, carentes de agua viva. Aquí nadie inventa nada. Es un agua que viene de Cristo, que está en los sacramentos, que no se obtiene sin oración y sacrificio, sin cruz, sin resurrección continua. O se obra así, o no llevamos al mundo evangelio y santidad, sino torpes y pobres sustitutivos, complacientes, tímidos, episódicos. Y porque todo ello se centra en la Eucaristía necesitamos ante todo y sobre todo del sacerdote.
Una precisión más es necesaria para no ser injustos. Supuesta la reflexión que vengo haciendo, se nos dice que cuando se habla hoy de laicos y sacerdotes, y se confía en las muchas energías que aquellos han de incorporar a la vida de la Iglesia, de ningún modo se defiende una confusión de poderes y funciones ni una suplencia de valores, sino simplemente se alude a una nueva situación que se ha de producir: la de un laicado mucho más activo apostólicamente que antes, compuesto por hombres y mujeres, jóvenes y adultos, que en la medida que a ellos corresponda y dentro de la función que les es propia, con los ministerios y servicios que la Iglesia pueda confiarles (los cuales no se agotan con los que ya conocemos) aportarán al pueblo de Dios el fermento transformador que puedan dar, no supliendo a nadie, sino dando lo que es suyo: el despliegue vital de sus exigencias bautismales y de su sacerdocio de hijos de Dios. Esta es la gran reserva con que contamos –se dice–, y una vez puesta en movimiento y debidamente aplicada, se produce por sí misma una modificación de los supuestos operativos en el apostolado.
Vuelvo a repetir. Lo deseo y lo espero. Debe producirse. Más aún, pienso que sería una inmensa frustración de la llamada del Concilio –en que ha cristalizado la teología del laicado que ha venido elaborándose en los años anteriores al mismo– el no hacer triunfar en la conciencia de los laicos estos anhelos apostólicos.
Pero el problema no es éste. El problema consiste en saber si es posible conseguir tan altas metas sin sacerdotes en número y formación suficiente para despertar, alimentar y dirigir espiritualmente a esos grupos de laicos, cuya aparición deseamos y esperamos. Por más que lo intento, no logro persuadirme de tal posibilidad. Y es que la actividad apostólica propiamente dicha ni se inicia ni se sostiene largo tiempo sin una gran vida interior y una unión muy intensa del alma del apóstol con Dios nuestro Señor. Son más fáciles y frecuentes las dedicaciones a tareas de promoción humana, solamente reductibles a la categoría de actividades apostólicas a base de una benévola interpretación de este concepto, o por estimar que todo, absolutamente todo lo que ayuda al hombre, contribuye a la evangelización. Así es en cierto modo, pero para ello no se necesita ni siquiera tener fe.
¿Dónde encontrar además los laicos, que después de sus trabajos diarios, tan fatigosos y tan duros, dispongan de tiempo y de energías en su espíritu para adquirir una formación rigurosa que les capacita para tareas apostólicas cada vez más exigentes? ¿Cómo es posible alimentar fundadamente la esperanza de que se multiplicarán estas promociones de laicos en número y con vigor suficientes para hacer frente a las necesidades apostólicas de una población que aumenta sin cesar, de un mundo cada vez más paganizado, de un ambiente tan enervante y tan propicio al desorden moral como el que vive nuestro tiempo?
En nuestra misma España, más de doscientas mil personas salen cada año de sus lugares de origen para buscar trabajo en distintos puntos del país y del extranjero. ¿Quiénes y cómo les atenderán espiritualmente sin sacerdotes?
Por otra parte, las fuerzas del mal, que son inmensas, actúan siempre en sentido contrario, con la terrible eficacia que proporciona el olvido de Dios en un ambiente cada vez más secularizado. Desprovistos de sacerdotes, los laicos no podrán fácilmente resistir la formidable presión de un materialismo cada vez más placentero y agresivo.
No olvidemos, por fin, que en las Iglesias de la Reforma, en que los seglares, por principios doctrinales y régimen propio, han tenido durante siglos mucha más participación, los resultados en el orden apostólico han sido muy escasos.
En suma, pienso que donde haya sacerdotes que cumplan bien con su misión habrá un laicado floreciente, y sin sacerdotes, de ley ordinaria, no lo habrá. De hecho, en los movimientos de apostolado laical de nuestro tiempo, encontramos siempre junto a los cuadros de dirigentes seglares que hicieron florecer diversas obras, sacerdotes consiliarios que trabajaron abnegadamente, como el P. Ayala con la Asociación Católica Nacional de Propagandistas; Emilio Bellón, Manuel Aparici, Monseñor Vizcarra y cientos de consiliarios diocesanos y parroquiales en la Acción Católica.
La ley suele ser ésta. Primero actúa el sacerdote, y va surgiendo el apóstol seglar. Y si llega a existir un laicado vivo brotan nuevas vocaciones sacerdotales del seno de ese mismo laicado, logrado lo cual, caminan paralelos los dos movimientos apoyándose y enriqueciéndose mutuamente, el sacerdotal y el laical, nunca con ánimo de suplirse uno a otro y mucho menos ignorarse, sino como algo que es constitutivamente normal en la naturaleza de la Iglesia. Sin sacerdocio no habrá laicado; con laicado seguirá habiendo sacerdocio. Cuantos más sacerdotes y apóstoles, más laicos dispuestos a trabajar en el Reino de Dios; cuantos más laicos bien formados, más sacerdotes seguirán existiendo como una exigencia lógica del desarrollo de la vocación cristiana. Evodia y Síntique, como en su primera etapa Tito y Timoteo, y aquellos a quienes el Apóstol llama colaboradores míos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (Fil 4, 2-3), fueron laicos que abrieron camino al Evangelio, pero fue la llamada de San Pablo la que abrasó su corazón. Y así siempre.
Solemos padecer también otra ilusión engañosa. Se funda un periódico o una revista, se organiza esta o aquella obra promovida por los seglares, se constituye un determinado circulo en que se celebran conferencias y coloquios, y fácilmente creemos que se va a ejercer una influencia de ámbito diocesano o nacional al servicio del Evangelio aun cuando no haya sacerdotes. Mas, ¿qué ocurre en la realidad?
Cuando desaparecen los sacerdotes que ampararon el nacimiento de esas obras, éstas languidecen y mueren, o se transforman en sus fines, o se limitan en su beneficioso influjo a unas pocas personas, casi siempre las mismas, a las que tratan de llegar unos y otros.
Las publicaciones de sólido contenido doctrinal para la educación de la fe, o no existen sin sacerdotes que las dirijan, o alcanzan muy modestos éxitos de difusión. Es más bien la polémica y las discusiones, la novedad picante, las declaraciones insustanciales y vanas, el articulo revisionista o irrespetuoso, el ataque a instituciones y personas lo que entretiene a muchos. Entretiene, pero no forma. Despierta curiosidades, pero no fomenta convicciones. Engendra, con la curiosidad, la duda.
Y aunque no fuera así, el que busca con afán la extensión del Reino de Dios no podrá contentarse con que en la ciudad en que ello es fácil, surjan tales o cuales obras. Le interesan por igual los centenares de pueblos y aldeas, grandes o pequeñas, o las inmensas barriadas suburbiales, a las que no llega ningún eco provechoso de las mismas, como no sea hoy, a través de la televisión, en una información esquemática y meramente noticiosa.
Para estos pueblos y esas barriadas necesitamos la presencia personal del sacerdote que predica un día y otro, aunque pocos le escuchen; que entra en los hogares para compartir alegrías o desgracias; que habla de Dios y de su santa Madre la Virgen María; que busca a los muchachos y muchachas para decirles que hay algo más que el sexo, el dinero o la rebeldía; que reúne a los niños y trabaja pacientemente en medio de sus impertinencias, aunque no logre más que un cinco por ciento de almas rectas; que está en la Iglesia rezando e invitando a rezar; que urge a los ricos y los poderosos sus obligaciones graves, aunque tenga que aguantar muchas hipocresías; que sabe decir a tiempo y a destiempo que en el mundo hay muchas cosas bonitas, pero que no hay nada tan bello como la santa Misa y la presencia entre nosotros de Jesucristo Sacramentado; que recuerda a todos las obligaciones que tenemos en el mundo presente y el juicio de Dios que nos espera en el venidero; que canta alabanzas al Señor, aunque lo haga muy mal; que confía más en las oraciones y sacrificios perseverantes que en las encuestas y los diálogos, aunque también sepa servirse de esto moderadamente; que para combatir las terribles injusticias del capitalismo no incurre en la ingenuidad de querer proclamarse marxista- cristiano: que no tiene miedo en hablar del cielo y del infierno, y del demonio, y de los ángeles buenos, sencillamente porque Jesús nos lo ha enseñado; sacerdotes que sepan leer y comentar atinadamente una encíclica de Su Santidad y no se avergüencen de organizar la procesión de la Patrona o de mantener vivo el rezo del Rosario; que organicen catecumenados y grupos de revisión comunitaria o cursos de formación bíblica y no cometan el disparate de suprimir una novena o un triduo en que facilísimamente podrían aprovechar la ocasión para lograr algo de lo que buscan; sacerdotes, en suma, que crean de verdad que es Dios quien convierte los corazones de los hombres con su santa gracia y que para esto suelen tener más posibilidades de ayuda de la Virgen María y los santos de siempre que del último articulo de fulanito en la revista o el periódico de sus personales preferencias.
Muchos, muchísimos sacerdotes así necesitamos hoy. Y con ellos muchos, muchísimos laicos que, con la ayuda de aquéllos, trabajen en el apostolado, donde quiera que estén.
- Distribución del clero
Este es otro argumento que se utiliza para atenuar las preocupaciones que suscita la escasez de sacerdotes. Distribuyamos mejor los efectivos que tenemos, se dice, seguros de que podríamos solucionar muchos problemas. Es evidente que debemos intentarlo. La Conferencia Episcopal española ha hablado de esto varias veces, sin otro resultado hasta ahora. Últimamente lo ha hecho, con referencia a la situación de la Iglesia universal, el Cardenal Prefecto de la Sagrada Congregación de Obispos, pero tampoco se ha pasado de ahí. Fuera de los sacerdotes europeos que por propia voluntad han ido a otros continentes, o de la continua aportación de las órdenes y congregaciones religiosas por sus cauces normales, no se han dado otros pasos.
Pero démonos cuenta de que esto sólo sería una solución parcial y efímera. Parcial, porque no en todas partes se dispone de sacerdotes para que puedan ser mejor distribuidos. Efímera, porque la distribución mejor sólo puede hacerse mientras existen en número suficiente para intentarlo. Si no tenemos sacerdotes, ¿cómo vamos a pedir que se distribuyan mejor? ¿A quiénes pediríamos el obsequio de su generosidad, si no vienen jóvenes a nuestros seminarios o no perseveran los que un día vinieron?
En algunas regiones españolas el problema empieza a ser grave. Se encuentran con enormes dificultades, cuando se trata de cubrir un puesto que ha quedado vacante por defunción o retiro del que lo servía o por otras cosas. Y la dificultad aumenta cuando se trata de crear parroquias nuevas o servicios religiosos necesarios. Hasta ahora están afluyendo sacerdotes de otras diócesis, en menor número del que sería necesario, pero muy pronto la escasez se dejará sentir también en las regiones donde tradicionalmente existía abundancia de clero.
Por lo que se refiere a nuestra Diócesis de Toledo, vemos cada día más necesario encomendar diversos núcleos de población a un solo sacerdote, requerir la colaboración de cuantos estén dispuestos a actuar como educadores de la fe, abandonar tareas y ocupaciones menos sacerdotales cuando puedan ser desempeñadas por otros, incorporar a las parroquias sacerdotes hasta ahora libres de este ministerio, buscar nuevas formas de atención espiritual, aunque no sean estrictamente parroquiales. Pero, aun así, la solución será precaria y progresivamente más pobre cada año que pasa, si no aumenta el número de las vocaciones sacerdotales.
En la ciudad, que es donde se da mayor número de clérigos, la abundancia es más aparente que real. Muchos, por su edad y sus achaques físicos, ya no pueden hacer más de lo que hacen. Sobre otros, lo mismo en la ciudad que en otros lugares, pesan las dificultades familiares o los hábitos y modos de trabajo arraigados durante muchos años, que les incapacitan para un sistema de mayor movilidad. Los superiores y profesores de los seminarios atienden ya, por lo general, otros servicios religiosos distintos de su tarea ordinaria y más bien sería de desear una dedicación más plena a la misión que fundamentalmente ejercen. En la Catedral estamos tratando de establecer las bases necesarias para una más intensa actitud apostólica del clero catedralicio, compatible con las obligaciones que allí deben cumplirse para el mejor servicio de la liturgia y de la cultura religiosa.
Por último, siempre vuelve a la mente una consideración ineludible. Una mejor distribución del clero ha de hacerse, pensando no sólo en la Diócesis, sino en toda la nación y en toda la Iglesia. ¿Qué grado de efectividad podrá alcanzar, si no hay vocaciones sacerdotales? Con el clero que hoy existe, algo, más bien poco, puede hacerse hoy; pero si nuestros seminarios no se nutren con las nuevas generaciones, nada podrá hacerse mañana.
- Centrar los esfuerzos en el logro de una Iglesia más pura
Esta es la otra solución que se nos brinda para sosegar nuestra impaciencia. ¿A qué preocuparse por la existencia de sacerdotes en número suficiente para atender a todo el pueblo en el grado en que hemos venido haciéndolo? Eso es perder el tiempo y falsear el rostro de la Iglesia, se nos dice. Porque una cosa es la Iglesia y otra la religión sociológica, artificial, más política que evangélica, inútil, devoradora de hombres y energías, alienante. Basta con tener pequeños grupos, comunidades reducidas, fermentos activos y vigorosos, capaces de ser ante el mundo una bandera de ilusión y de conquista. Su fe será comprometida, valiente y heroica, y un hombre solo o una pequeña comunidad que así la viva, en el pueblo o en el barrio de la gran ciudad, hará por la Iglesia de Cristo más que diez parroquias juntas de las que ahora tenemos. Y para atender a estos grupos no hacen falta ni seminarios siquiera. De la entraña de esas comunidades, libres de toda rutina y de tumoraciones incrustadas en sus vísceras, irán surgiendo los sacerdotes que se necesiten, y la Iglesia del amor y el compromiso emergerá como una isla de luz en medio de las tinieblas.
Bien. Dejémoslo aquí. No es mi propósito analizar ahora estas soluciones, en las que tiene no poca parte la fantasía. Aludo a ellas tangencialmente, en cuanto que la consideración de las mismas es obligada dentro del problema general que vengo examinando.
Por hoy bástenos decir que causa verdadero dolor pensar que puedan proponerse como soluciones eficaces las que con estas ideas se propugnan.
Otra cosa muy distinta es que un teólogo hable de la Iglesia como pequeño rebaño, y que incluso, puesto a escrutar el porvenir, pueda afirmar como presumible ese fenómeno de la reducción del número, lo cual podría muy bien entrar en los planes de Dios. Pero provocarlo nosotros, los apóstoles, anticiparnos a crearlo por nuestra desidia o por nuestro desprecio del pueblo sencillo (y aquí entran igual ricos y pobres), queriendo fomentar un catarismo del siglo XX, es del todo rechazable.
¿Cómo es posible que se haya perdido el discernimiento para no comprender que las dos cosas son necesarias, el cultivo más intenso de pequeños grupos y la atención obligada a la totalidad, mientras de algún modo podamos llegar a ella? Si, como consecuencia de tantas causas, grandes sectores de la población se nos van haciendo impermeables a la predicación de la fe, lo aceptaremos con humildad y siempre dispuestos a buscar nuevos modos de penetración, pero nunca nos será licito a nosotros apagar la llama allí donde todavía brilla, aunque sea con penosas intermitencias, o dejar de alimentarla mientras tengamos un poco de aceite.
Jesucristo no despreció a las grandes masas, al pueblo supersticioso, torpe o ignorante, o egoísta y perezoso, pecador y obstinado. A todos buscó, a todos predicó, por todos murió. Y, como Jesucristo, sus Apóstoles, y los sucesores de los mismos. ¿Por qué Pablo VI predica y recibe a todos? ¿Por qué su discurso famoso en la ONU? ¿Por qué sus viajes a los diversos lugares del mundo? ¿Por qué su voz patética de misionero de la humanidad en tantos y tantos sitios? ¿Por qué aquella llamada en el Extremo Oriente, cuyo lenguaje parecía salir de las mismas profundidades de los siglos que esperan la venida del Señor?
El Concilio Vaticano II quedaría destruido en sus intenciones renovadoras, si triunfara entre los hijos de la Iglesia esta tendencia a defender los puntos de vista personales, considerando la acción apostólica como el resultado de un coloquio de camaradas que deciden por su cuenta ser ellos los arquitectos del edificio y construirle a su antojo. Hay mucho más misterio y más luz en la Sangre de Cristo, que redime al mundo. La oblación pura que en todas partes veía levantarse el profeta Malaquías no permite tan torpes manipulaciones.
La Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, lo mismo que la Gaudium et Spes, sobre su presencia en el mundo, están llenas de acentos universalistas y nos piden no reducir, sino ampliar. El Decreto sobre el Ecumenismo va buscando, más que el pequeño rebaño, la gran familia cristiana. El documento misionero Ad Gentes trata de que se extienda por toda la tierra la luz de Jesucristo. Es decir, que para tranquilizar nuestra conciencia en cuanto a la escasez de sacerdotes, el procedimiento es el contrario del que señalan los defensores de la teoría.
Se necesitan muchas, muchísimas pequeñas comunidades, y entonces serán comunidades grandes, porque tendrán que estar unidas para ser comunidades en la fe de Cristo; pero para atenderlas debidamente se necesitan de igual modo muchos, muchísimos sacerdotes.
Segunda parte:
Nuestro Seminario de Toledo #
El Seminario Mayor #
Pasemos ya a hablar de lo que ha de ser el Seminario en nuestra Diócesis. Tanta importancia doy a este problema, que ocupará la mayor parte de mi tiempo y mi atención hasta que pueda estar debidamente encauzado. La crisis se ha producido en estos años, y estamos sufriendo las consecuencias. Pero miramos hacia el porvenir con toda fe y confianza en Dios. Porque de un modo o de otro siempre ha habido crisis en la Iglesia y en sus instituciones, y muchas veces ha sido para mayores bienes. ¿Por qué no ahora?
Las crisis se dan, y hay que superarlas; y solamente se superan cuando se utilizan los medios adecuados para ello. Librémonos, ante todo, de la superficialidad y las vacías repeticiones de frases y conceptos, a lo sumo sólo pasajera y parcialmente válidos para explicar el fenómeno. Antes del Concilio, en naciones como Bélgica, Holanda, Alemania, Norteamérica, se vivía ya en plena civilización industrial, y estaba extendida la enseñanza media, y se sucedían los cambios unos a otros. Y había también abundantes vocaciones sacerdotales entre adolescentes y jóvenes, y se cultivaban con amor entre los niños en medio de las familias. El Concilio no ha tenido la culpa de lo que ha sucedido después. Son otras las causas.
- Seminario en la Diócesis
No dejaremos de tener nuestro Seminario diocesano, por escaso que sea ahora el número de alumnos. Lo que hemos de hacer es trabajar para que haya más. Cabe pensar en una cierta unión de esfuerzos entre las diócesis vecinas en orden al aprovechamiento común de algunos medios, la integración de profesores y alumnos para ciertas disciplinas y cursos de formación especializada, etc.
Una diócesis sin seminario se empobrece y pierde estímulos muy poderosos para su propia vida. Los sacerdotes que trabajan en los seminarios, superiores y profesores, se benefician ellos mismos y aportan a toda la diócesis, con su estudio y su dedicación, influencias positivas de toda índole. La misma presencia de la institución, con la participación visible de los alumnos en tantos aspectos de la vida diocesana, es para el clero y para los fieles un motivo de alegría y de esperanza, una suave penetración en la conciencia de todos de ese don precioso de la continuidad de la Iglesia, que en la familia diocesana asegura la confianza y la unión con el pasado y el futuro. Sólo cuando se pierde se sabe lo que se ha perdido.
- Seminario nuevo y libre
Deseamos que nuestro Seminario sea nuevo con la novedad del Concilio Vaticano II, no con otras novedades que en realidad son envejecimiento y decadencia. La novedad que el Concilio pide radica ante todo en el espíritu de una formación de cara a la Iglesia y al mundo. Si se me entiende bien, yo lo expresaría así: el Concilio ha tenido por dentro, siempre bajo la guía del Espíritu Santo, una como filosofía de su propia acción y propósitos, un aliento vital, una actitud de alma y corazón. Al contemplar la realidad de la Iglesia en su misterio de salvación, y la del mundo en su historia humana, religiosa y civil, el Concilio nos ha pedido a todos mayor comprensión y más vivo amor. Nos ha invitado a dar un salto y a situarnos en un nuevo Sinaí, donde no dejan de existir las Tablas de la Ley, pero desde el que es más fácil, después de haber gozado de la conversación con Dios, tal como es, caminar en busca del pueblo sin romper con ira las tablas recibidas.
El Concilio ha intentado que la Iglesia y el sacerdote y el cristiano se acerquen más a los hombres, y particularmente a los más pobres, en las diversas clases de pobreza, para llevar hasta ellos el don de la salvación frente al mundo: no la exclusión condenatoria, sino la redención que ha de manifestarse en todos sus dominios: el arte, la política, la cultura, el amor, la justicia, la comunidad internacional. De cara a la Iglesia, la penetración profunda en toda su riqueza, de la que nace forzosamente la exigencia de prestar renovada atención a los comunes intereses de sus hijos: la liturgia, el ecumenismo, la educación cristiana, el apostolado, la santidad, la naturaleza del pueblo de Dios, el estado religioso, etc.
Esta actitud nueva ha de reflejarse en los seminarios para que en ellos se forme el sacerdote de los nuevos tiempos. Y se nos pidió a los obispos y a los formadores de los seminaristas que nos esforzáramos por conseguir este espíritu. Nuestros jóvenes alumnos estaban bien dispuestos a recibirlo y si hasta ahora no se ha conseguido, no creo sean ellos los principales responsables.
El Concilio pedía una formación para eso, no una tolerancia abandonista y desorientadora. Para lograr esa formación en el futuro sacerdote se requería una dosis mayor que antes de vida interior, de reflexión intelectual, de dominio de sí mismo, de amor a la Iglesia, de capacitación pastoral, de respeto a los hombres, a las demás confesiones religiosas, a los valores humanos y terrestres. El ejemplo vivo nos era ofrecido en la imagen de aquel anciano, rebosante de juventud espiritual, que se llamó Juan XXIII, el padre del Concilio.
En lugar de una formación para lo nuevo, se ha pretendido dar lo nuevo, y mal expuesto, como formación única. ¿Acaso el Concilio había aconsejado prescindir de la piedad, de la sana disciplina, del recogimiento y la obediencia? ¿Era novedad conciliar fomentar o consentir las críticas más disparatadas contra todo lo que los seminarios habían venido ofreciendo? ¿Entraba dentro de lo nuevo que el Concilio quería, la diversión mundana, los modos de vida aseglarados, la tranquila condescendencia hacia lo que reclama el amor a la mujer en lugar de la gradual afirmación de un corazón libre para entregarse más y más a Jesucristo por el Reino de los cielos?
Del deseo de una mayor participación de los seminaristas en la vida del seminario, perfectamente fundado, se pasó a ceder en muchos casos a las exigencias de unos pocos que, extrañamente apoyados, incluso a veces por sacerdotes, se convertían en grupos de presión intolerable. Si, por fin, terminaban por salir del seminario, se decía enseguida que los más capaces y de mayores valores humanos no resistían una institución anacrónica y anquilosada, sin pararse a pensar cuánto había en ellos de orgullo y afán juvenil de emancipación, de ausencia de virtudes evangélicas, de exceso de personalidad arrebatado y anárquico, junto a otras innegables cualidades.
Se ensayó todo y se permitió todo: las salidas del seminario a cualquier hora, la no asistencia a clases, el abandono de la oración y de la santa Misa, la ausencia total de reglamentos, la atomización de la comunidad en pequeños grupos sin determinar previamente las exigencias, e incluso se defendió y empezó a practicarse en algunos sitios la tesis de que no debe haber seminario, que lo mejor es que haya jóvenes que hagan su vida normal en el mundo, igual que los demás, a los que un día pueden serles impuestas las manos consagrantes. Con el celibato o sin él, ¡qué más da!
¿Entraba esto dentro de lo nuevo que el Concilio pedía? ¿Podrían resistir así nuestros jóvenes seminaristas? ¿Era esto lo que el Pueblo de Dios quería y necesitaba? ¡Tremenda responsabilidad la de todos nosotros!
Recientemente en la revista Seminarium escribía el Cardenal Carroñe: «No debe sorprendernos que las tesis sobre la supresión de los seminarios estén hoy próximas, en el espíritu y en el lenguaje, a las tesis que despojan al sacerdocio de toda raíz “ontológica”, para hacer de él una simple función delegada por una comunidad, dependiente de la buena voluntad de la misma o del sujeto mismo, y, por tanto, temporal, bien sea que comporte simplemente una actividad intermitente, o que pueda ser pura y simplemente interrumpida. Es evidente que, si se considera así el sacerdocio, el seminario pierde toda su razón de ser. El lazo entre las tesis actuales sobre el sacerdocio y las tesis sobre el seminario no es casual: sacrificar el seminario significa, por grados, aun involuntariamente, encaminarse hacia otra idea del sacerdocio: cambiar la concepción de la Iglesia sobre el sacerdocio significa eliminar el seminario…»
Y recuerda también en dicho artículo que el Concilio de Trento dispuso una formación «prolongada y sistemática para los aspirantes al sacerdocio, y no cerró, sin embargo, la puerta a ulteriores y ciertamente necesarias evoluciones, ni mucho menos a felices y oportunas creaciones: por lo que hay que preguntarse si en lugar de buscar otros caminos fuera de lo que se llama Seminario Tridentino no sería necesario volver al origen de estas primeras instituciones para encontrar de nuevo el espíritu»4.
Siempre, a lo largo de la historia de la Iglesia, ha habido sistemas diversos de formación sacerdotal y situaciones personales de aspirantes al sacerdocio que han merecido tratamiento singular. Pero convertir la excepción en norma, prescindir de lo que la Iglesia institucional ha ido madurando como consecuencia de tanta reflexión, ofrecer una libertad indigerible y pedir a la vez interioridad y equilibrio perfectos es situarnos fuera de la realidad.
Las novedades se dieron también –¡y con cuánta abundancia!– en la vida académica. Nada de textos ni programas fijos, porque ello ahoga el vuelo del pensamiento: repetición mimética de las últimas frases revisionistas que se hayan dicho por los profesores de moda; pasarse meses hablando de la teología de la muerte de Dios y dejar a los alumnos sin conocer tratados dogmáticos enteros; desconciertos en las enseñanzas de la moral cristiana sobre la conciencia, el pecado, la vida, el amor; complacerse, en virtud de no sé qué raros complejos, en ponderar las supuestas equivocaciones del catolicismo a lo largo de su historia y buscar en cambio justificaciones a las posturas adversas en otras confesiones o en la cultura profana.
Vuelvo a preguntar: para la renovación anhelada, ¿era necesario todo esto?
Queremos un seminario nuevo, sí, con la espléndida novedad que el decreto Optatam totius ha marcado. Nuevo por el amor vivo a la cruz de Jesucristo, a la oración que transforma la conciencia, a la Iglesia santa de Dios, a lo que hay de virtud en la obediencia, el silencio y el trabajo; nuevo por el sentido de caridad fraterna que debe reinar en cuantos formen la comunidad del mismo, con la debida participación de todos, conquistada día tras día mediante un comportamiento digno, y sin que la autoridad de los superiores, y particularmente del rector, pierdan sus atribuciones; nuevo en cuanto a la disposición de espíritu con que deben acercarse al sacerdocio los que quieran recibirlo, a saber, contentos de las obligaciones que contraen, humildes para aceptar las tareas pastorales que les encomienden, entregados a la labor de cada día, dispuestos a trabajar por el mundo y por los pobres sin hablar tanto de ello; nuevo por el afán de justicia que debe acompañarles, empezando por ser ellos justos en el cumplimiento de las obligaciones contraídas, de estudio, de respeto a las normas, de observancia fiel a lo que está mandado, sin lo cual hablar de justicia es un sarcasmo; nuevo por la pobreza interior de las almas, que han de distinguirse por el abandono en Dios, la aceptación de criterios que quizá no son los suyos, la mortificación de los sentidos, la moderación en el uso de los bienes de que pueden disponer; nuevo por la total entrega de su corazón al amor de Dios y a la identificación con Jesucristo y con la Virgen María, madre de los sacerdotes, para consagrar la fuerza creadora de su juventud al Reino de los cielos ya en la tierra, aceptando de antemano, con naturalidad y confianza en la gracia, las diversas modalidades de vida que corresponden y son exigibles a un joven que no va a unir su existencia con la de una mujer, a la que pudo elegir como compañera y no quiso; nuevo, en fin, por la decisión de llegar a ser aquello para lo que el seminario está instituido: sacerdotes, y nada más que sacerdotes.
Sólo procurando este conjunto de disposiciones interiores nuestros seminarios podrán facilitar el logro de otra novedad indefinible en términos programáticos, pero igualmente necesaria. Me refiero, no al concepto de sacerdote, que esto está claro para quien cree en la Iglesia, sino al modo de ejercer el ministerio en un mundo inmensamente necesitado de Dios por su ateísmo. Es precisa una paciencia sin límites para descubrir nuevos caminos de acercamiento a los hombres y a su cultura. Aquí es donde no caben las actitudes simplistas. Pero esta integración y esta paciencia no significan duda alguna respecto a la disponibilidad interna.
Y libre también. Queremos que nuestro Seminario de Toledo sea un Seminario libre de ensayismos precipitados, de cobardes complacencias, de concesiones hechas por miedo a las protestas que puedan surgir, de consignas y fraseologías que se ponen de moda durante algún tiempo y enseguida se tornan inútiles y carentes de sentido. Libre del afán de imitación y mimetismo; con hombres entre sus profesores, superiores y alumnos, capaces de pensar y discernir las diversas actuaciones que pueden ser aconsejables según los diversos ambientes y circunstancias, porque la realidad así lo exija, no porque lo digan unos y otros. Libre también de la masificación despersonalizadora de antaño, de indebidas exigencias que podían convertirse en anulaciones de las capacidades personales de un sujeto para toda la vida, libre de toda piedad meramente formulista y rutinaria, de predicaciones ascéticas vacías y alejadas del núcleo vital de Jesucristo y los sacramentos, en tomo al cual ha de ir configurándose el ser interior del sacerdote.
Libre también de todo intento de dirigismo por parte de secretariados técnicos u otros órganos que tan profusamente han ido apareciendo estos años. Como Obispo diocesano recibiré con respeto la información y reflexiones doctrinales que me ayuden a conocerlo que se hace o puede hacerse para perfeccionar la institución, pero nada más. La misión y la autoridad del Obispo no deben quedar nunca anuladas o sometidas a la presión de tantas asambleas, coloquios y reuniones diversas que engendran la equivocada opinión de que, si no se hace lo que allí se dice, no se sigue lo que la Iglesia quiere. La realidad es muy otra. Con frecuencia, la difusión de tantos y tan encontrados pareceres ha contribuido a desorientar más y más. Hasta han llegado a existir agrupaciones de alumnos de diversos seminarios que constituían sus equipos de planificación y de reforma, al margen de la legitima autoridad de cada diócesis. Todo esto, con el pretexto de una mayor libertad, ha hecho cada vez más difícil el gobierno de las diócesis y la aceptación de las normas de la Iglesia universal en relación con los seminarios o con otras instituciones diocesanas.
- Alto nivel de los estudios
Los seminaristas deben aspirar a ser sacerdotes y nada más, sin preocuparse por la adquisición de un título determinado. Si en algún caso, o por propia iniciativa del alumno, o porque así lo estime la dirección del Seminario, se juzga aconsejable hacer los estudios en un centro superior, así se haría. Mas como norma general serán solamente sacerdotes diocesanos los que, después de años de trabajo pastoral y haber dado buena prueba de sí mismos, serán enviados a las diversas Facultades de la Iglesia o de la Universidad civil. Quisiéramos hacerlo de manera regular y continua, para lograr una progresiva elevación cultural de nuestro clero diocesano.
Pero el hecho de que el seminarista deba aspirar a ser sacerdote y nada más, no significa que el Seminario no haya de proporcionar una capacitación intelectual lo más lograda posible. Queremos un nivel de estudios comparable al de una Facultad bien organizada. Y de manera particular consideramos necesario intensificar el estudio de la filosofía, según la mente de la Iglesia y con conocimiento exacto de los sistemas modernos como valor cultural en sí, y como preparación indispensable para los estudios teológicos posteriores, los cuales han de hacerse con rigurosa fundamentación bíblica, espiritual, patrística, histórica, especulativa, siempre positiva y serena, fiel a la Revelación, fiel al Magisterio y fiel a las necesidades de los hombres de nuestro tiempo. Con profesores especializados y plenamente dedicados a su misión, que puedan explicar parte del año y el resto seguir estudiando, que escriban y publiquen sus trabajos, que se renueven convenientemente en sus cátedras, sin que puedan tenerlas en propiedad definitiva, con bibliotecas y salas de estudios debidamente actualizadas, con régimen severo y exigente de clases, exámenes y comprobaciones adecuadas en cuanto al debido rendimiento.
Un deber de justicia pide a profesores y alumnos un trabajo riguroso en el estudio. Con la Iglesia y el pueblo cristiano, que son los que a través de la diócesis sostienen los seminarios y a los que hay que servir después en nombre de Dios, no se puede jugar. Por encima de cualquier contrato laboral está la obligación moral de ser fieles a la confianza que el Obispo y la Diócesis depositan en profesores y alumnos, de corresponder a los cuantiosos gastos que la institución origina y que proceden en su mayor parte de los fieles, de capacitarse para servir mañana a ese pueblo cristiano que tiene derecho a esperar del seminarista de hoy lo que como sacerdote debe ofrecerle mañana.
Tratamos de formar un fondo económico desde este mismo año, que permita dotar bien las cátedras principales y asegurar a los profesores la plena sustentación. Fomentaremos también las ayudas a los seminaristas que las necesiten y merezcan. Pero de ningún modo podremos consentir en que se concedan alegremente subvenciones cuando no se merecen. Es inadmisible lo que con frecuencia ha sucedido. Más aún, pienso que muchos de los alumnos que han pasado por el seminario con tanta negligencia, deberían restituir lo que del seminario recibieron.
- Estudios eclesiásticos y opción determinada
Los alumnos de nuestro Seminario Mayor harán los estudios eclesiásticos sin simultanear éstos con los estudios civiles. Lo contrario revela falta de confianza en nosotros mismos, y fomenta actitudes de indecisión y aun de egoísmo larvado, Más aún, se opone a algo que hoy se predica constantemente, el espíritu de pobreza, puesto que favorece la búsqueda de seguridades humanas para el porvenir incierto. Y esto no es muy conforme al espíritu evangélico.
Suele decirse que así se garantiza mejor una opción libre, cuando llegue el momento de la ordenación sacerdotal. Me parece excesivo. Según esto, todo sería poco para asegurar al joven la libertad en su elección. Habría que poner en sus manos un rico ramillete de posibilidades de diversa índole para que del todo fuese libre. Y ¿por qué no brindárselas igual al que se va a casar, o a cambiar de residencia y de ocupación, o a arrostrar una situación nueva en su vida? No es éste el camino para el perfeccionamiento de nuestro Seminario. Lo que hace falta es selección de candidatos, régimen de vida adecuado, formadores competentes, intensa espiritualidad que haga ver a quien lo necesita que el Seminario no es un sitio.
En este sentido encarezco al señor Rector y a los superiores que con él colaboran, la obligación que tienen de procurar que los alumnos del Seminario Mayor entren y permanezcan en él plenamente decididos a ser sacerdotes. Los que vacilen y, tras las convenientes conversaciones y prudentes pruebas, no muestren esta decisión, deben salir del Seminario y dejar de ser considerados como seminaristas a todos los efectos. La reflexión que sigan haciendo, para la cual encontrarán siempre ayuda, les permitirá ver con mayor claridad.
Si un día quieren volver, se considerará su deseo con la mayor atención y respeto para ayudarles entonces como se les ayudó ayer. Puede haber casos singulares que merezcan ser examinados aparte. Los ha habido siempre. Esto es distinto.
Pero lo que la institución no debe permitir es confundir la opción libre con la ambigüedad, la progresiva maduración con las perplejidades que nacen del egoísmo o la falta de entrega a un ideal. Un alumno que entra en el Seminario Mayor, desde que entra, debe tener hecha la opción de ser sacerdote: una opción clara, abierta, determinada. Clara no quiere decir que no le surjan dudas después; habrá que ayudarle a disiparlas. Abierta no significa que esté ya cerrado a otro posible destino de su vida: día tras día lo irá comprendiendo ayudado por la gracia de Dios y por las reflexiones que la vida sugiere. Determinada no equivale a definitiva; ésta solamente aparece cuando recibe libremente las órdenes sagradas. Pero la determinación de antaño es la que ha madurado por fin hasta convertirse en la donación total de hoy para el Reino de Cristo,
Se usa también otro argumento para defender la conveniencia de los estudios civiles: la mayor aproximación del sacerdote a la cultura profana en orden a una mejor evangelización del mundo contemporáneo. ¿Qué decir? Nadie se atreverá a negar las ventajas de toda índole que el conocimiento de la cultura proporciona. Y de hecho son muchos los eclesiásticos, cada vez más, que poseen títulos civiles. Abundan en las órdenes y congregaciones religiosas y hasta alguna hay en que todos los que se ordenan sacerdotes han hecho antes alguna carrera universitaria. También en las diócesis son frecuentes estos casos. Es decir, que no puede acusarse hoy a la cultura eclesiástica de divorcio o aislamiento respecto a los valores de la cultura profana.
Pero no estimamos acertado el intento de que todos los seminaristas hagan estudios civiles a la vez que los propios. La cultura eclesiástica, bien asimilada y expuesta, tiene un valor por sí mismo, como tal cultura, en las relaciones de los hombres, y como expresión de la verdad revelada por Dios. El mundo necesita de esta cultura específica y propiamente tal y lo que piden del sacerdote la inmensa mayoría de los hombres es que sepa exponerles lo que la Revelación encierra. Al sacerdote no se le busca como especialista en ciencias profanas, sino como al hombre que predica la fe, educa a sus semejantes en ella y les mueve con su doctrina y con su ejemplo de vida a la esperanza y al amor. No caigamos en el defecto de minusvalorar nuestros estudios. Bien realizados, permiten al estudiante de nuestros seminarios y al sacerdote descubrir suficientemente la coherencia de los mismos con la filosofía, la literatura, la historia y aun las bases del saber científico, todo lo cual capacita perfectamente para el conocimiento y la recta estimación de la cultura profana.
El nuevo plan de estudios que hemos promulgado para nuestro Seminario, con sus siete cursos obligatorios, permitirá, si cada uno cumple bien con su deber, una preparación adecuada. Quizá todavía será necesario dedicar más tiempo. En mi concepto personal, tanto si se atiende a los estudios como a la psicología del joven de hoy y a la edad más apta para recibir el presbiterado (26 ó 28 años), el ideal sería un ciclo de estudios eclesiásticos de nueve años: tres de Filosofía en la forma en que hoy se determina, cuatro fundamentalmente teológicos y los dos últimos de práctica y doctrina pastoral y espiritual, con el ejercicio del diaconado durante el tiempo preciso.
En cambio, consideramos del mayor interés para la Iglesia fomentar las vocaciones sacerdotales entre estudiantes universitarios o jóvenes en condiciones similares, que puedan venir a nuestros seminarios.
- Contacto con el mundo
Nuestros alumnos proceden de ambientes abiertos a la vida en todas sus manifestaciones. La relación continua con sus familias y amigos, la facilidad que hoy existe para viajar y comunicarse con los demás, los períodos nada cortos de vacaciones escolares, las lecturas y medios de comunicación social al alcance de cualquiera hacen insostenible, si se quiere ser honrados, la acusación de aislamiento artificial y deshumanizante. De sobra tienen facilidades para la relación humana amplia y provechosa que les permita conocer, pensar, dudar y afirmar, elegir, amar y decidir.
El Seminario no tiene por qué cerrar los cauces de este natural comportamiento, y menos provocar o permitir laxitudes que desintegran la coherencia –también normal– de unos principios de conducta exigidos, no por una disciplina externa y arbitraria, sino por el conjunto de las disposiciones interiores necesarias para que florezca lo que llamamos vocación. Se forman para ser sacerdotes, no para otra cosa.
Y entonces es normal que, en diversiones, amistades, trato afectivo con la mujer, dominio de los sentidos, dispersión posible del entendimiento y demás facultades, el Seminario señale determinadas exigencias. Si no queremos invocar otros motivos, basta apelar a uno: la lealtad. De eso se trata, de ser leales a una iniciación libremente aceptada para entregarse mañana a un ministerio absorbente que les va a reclamar todo cuanto tienen. No se improvisan estas lealtades. La manera de ser fiel mañana es empezar a serlo hoy. El alumno, bien sea porque sus propias inclinaciones le empujan a ello, o bien porque desea experimentar una mayor libertad para su futura decisión, podrá concederse más o menos tolerancias. Pero la institución también tiene la obligación de decir en nombre de la Iglesia lo que puede ser tolerable y lo que no se puede permitir.
La vocación ha de madurar libremente, sí; pero no sólo libremente, sino también fielmente. Las dos cosas a la vez. Por eso nos parece un desatino y una corrupción la praxis que se ha ido introduciendo de una actitud tan permisiva que lo consiente todo. Antes he invocado la lealtad como una norma de conducta. Existe otro motivo superior: la correspondencia a la gracia de Dios, que a través de la Iglesia, del Seminario, de las instituciones diversas de la Diócesis, ha llegado a una familia y a un joven para llamarle a su servicio. No podemos ser infieles a esa gracia. No podemos malversarla.
- Rector, superiores y profesores. Formación. Reglamento de vida
Todos cuantos intervienen en la vida de la institución deben coordinar sus esfuerzos para la mejor formación de los alumnos. Coordinación, pero no confusión, ni equiparación igualitaria. La función de los profesores es de orden académico y, al realizarla conforme a la voluntad y el espíritu de la Iglesia, están formando no sólo el entendimiento sino el alma entera del alumno.
¡Qué inmensa labor educativa puede realizar un profesor competente simplemente por el hecho de serlo! No se dejará arrastrar por el afán de llamar la atención de sus alumnos, satisfaciendo así su propia vanidad; preparará sus clases con todo rigor, se esforzará por encontrar el mejor método pedagógico para sus explicaciones, les enseñará a distinguir la verdad del error o de la ambigüedad, sabrá armonizar con el núcleo sustantivo de las enseñanzas perennes las nuevas adquisiciones del saber, integrándolas convenientemente en la forma en que deben ser integradas sin sucumbir ante los pequeños y efímeros ídolos que surgen cada día. Los grandes teólogos españoles del siglo XVI y los auténticos maestros de todos los tiempos supieron construir integrando, no dispersaron ni atomizaron la doctrina, lo cual no se oponía al rigor de la especialización en el tratamiento de una cuestión determinada, sino que obedecía al deber de procurar siempre la síntesis de todo dentro de la perspectiva de una Revelación en la cual creían. La guía de Santo Tomás de Aquino sigue siendo válida y lo afirmamos con plena convicción como lo afirma el Concilio Vaticano II.
Pedimos, pues, a nuestros profesores del Seminario de Toledo que se entreguen a su misión docente con entusiasmo, con competencia, con decisión de exigir a los alumnos todo cuanto es exigible, y sobre todo con amor a la Iglesia: este amor tiene hoy un nombre, fidelidad al Magisterio. En las clases de filosofía, de teología, de derecho canónico, de historia y de sagrada escritura, han de aparecer siempre la competencia del que enseña y la vibración espiritual del sacerdote a quien la Iglesia confía esta tarea.
A los profesores, en cuanto tales, corresponde exclusivamente la labor docente. Cuanto observen digno de corrección, manifiéstenlo privadamente y fraternalmente al Rector, y, si el caso lo requiere, hablen de ello en las reuniones que a tal fin se tengan. Pero nunca, nunca jamás fomenten o permitan, a espaldas del Rector y superiores, actitudes de desconfianza o descontento en los alumnos. Lo advierto con toda seriedad. Es cierto que el Seminario interesa a todos, a los profesores, a los sacerdotes de la Diócesis, a las comunidades religiosas, a las familias, pero no hasta el punto de querer imponer cada uno sus propios criterios. Una interferencia de esta índole me obligaría a las más severas determinaciones.
La autoridad en el Seminario corresponde al Rector del mismo. Con él, perfectamente unidos, han de trabajar los restantes superiores o educadores y juntos deben deliberar sobre personas y asuntos. Pero la decisión última compele al Rector, y deseamos que la tome cuando el caso la exija. De ningún modo queremos un equipo en que todos sean iguales y se tomen las decisiones por votación, o en que cada uno de los miembros tenga autonomía práctica para llevar su sección. El trabajo conjunto no requiere esto, ni la experiencia lo hace aconsejable. No puedo admitir en una institución como el Seminario, en que el Obispo tiene responsabilidad tan directa, un sistema de gobierno de esta índole. Coordinación siempre, bajo la guía del Rector, y con decisión por parte de éste, cuando sea necesario.
Digo lo mismo en cuanto a la relación entre superiores y profesores concretada en la que deben mantener el Decano Prefecto de Estudios y el Rector. Si ambas funciones puede asumirlas la misma persona sin daño para lo que cada una de ellas pide, mejor.
Si tienen que ser distintas, debe haber continua consulta entre ellos para lograr la necesaria unidad, y en caso de discrepancia, el Rector es quien debe decidir, o, en último término, el Prelado diocesano. El mejor éxito de la vida académica no depende de que haya un Decano con autonomía respecto al Rector, sino de que cada profesor cumpla bien con su deber y de que los directores de cada departamento y el Prefecto General coordinen e impulsen sabiamente las tareas docentes.
Los alumnos, por su parte, deben tener asegurada la posibilidad de hacerse oír y de exponer sus puntos de vista. No solamente en el trato normal y diario con superiores y profesores, sino también en las reuniones trimestrales del Claustro de profesores, a las que deberán asistir los delegados de curso durante la primera parte. Esta asistencia e intervención se procurará precisamente para eso: para que puedan hablar con sentido de responsabilidad, para que sean escuchados y tenidas en cuenta sus observaciones, si lo merecen, no para emitir sus votos en unión con superiores y profesores. Los alumnos son sujetos activos de la vida del seminario, sí, pero no están situados en los niveles de dirección del mismo.
Por último, todo esto indica la necesidad de reglamentos y ordenaciones claras y precisas de la vida interior y académica del Seminario. No hay institución humana que no los tenga. Los derechos y los deberes de unos y otros y los de la propia institución, para que pueda servir al bien de todos y al de la Iglesia que la hace suya, necesitan ser determinados mediante normas que sean cumplidas por todos. Considero que uno de los más claros síntomas de empobrecimiento a que hemos llegado en nuestro tiempo en relación con los seminarios es precisamente éste: la ausencia de reglamentaciones eficaces. Se ha querido ver en ello un progreso y una manifestación de madurez, pero en realidad ha sido una falta de compromiso y de servicio. Los reglamentos no esclavizan ni ahogan cuando los llamados a cumplirlos y hacerlos cumplir son hombres de verdad, con personalidad, con ideal, con deseo sincero de hacer que el bien comunitario triunfe sobre el individualismo. Una cosa es la persona, que está por encima de todos los reglamentos y siempre merecerá de los educadores una atención que no puede estar escrita, y otra el individualismo egoísta y miserable que debe ser desterrado de un seminario con toda energía.
- Vida religiosa en el Seminario
No me es posible empezar a escribir sobre este aspecto sin antes pediros a todos un esfuerzo serio de comprensión y de sinceridad. La formación religiosa del joven que camina al sacerdocio es su fuerza y su secreto. Es algo más que la fe. Se llama vida interior, piedad, unión con Dios, docilidad a la acción transformadora del Espíritu para dejarse convertir en sacerdote de Cristo.
Nos oponemos abierta y decididamente a toda esa corriente gravemente equivocada, que pretende, con el pretexto de una educación de la fe para el mundo de hoy, crear una religiosidad nueva consistente en el mero trabajo pastoral (dentro del cual cabe todo), en la simple preocupación por el hombre y sus problemas (lo cual, sin más, también lo profesa el marxismo), en la denuncia airada de las injusticias a imitación de los profetas del Antiguo Testamento (con evidente abuso de interpretación de la Sagrada Escritura), en la independencia respecto a lo que despectivamente llaman fórmulas y estructuras (cayendo en un romanticismo rousoniano), en la actitud comprometida y arriesgada (facilísimamente proclive a reducirlo todo a una actitud sociopolítica).
Ciertamente, la educación de un joven que aspira al sacerdocio no ha de reducirse a abstracciones. Se trata de formar a un hombre que va a ser pastor de los hombres, y los hombres son así. Necesitan del mensaje vivo, del testimonio directo, de la valentía del apóstol que les ama con amor de salvación –¡tan puro y tan exigente!–, de la incesante llamada a la justicia, a la honestidad, a la veracidad. Los sacerdotes de todos los tiempos que quisieron ser fieles, obraron siempre así. Y la tensión apostólica en que vive hoy la Iglesia como consecuencia del Concilio, nace precisamente de esta actitud.
Pero ¡cuánto y qué hondo amor de Dios se necesita para que en todo ello se vea la predicación salvadora del Hijo del Hombre, única que nos está permitido transmitir! ¡Cuánto silencio e inmersión en las profundidades del misterio de la Encarnación para que no se nos reduzca entre las manos a un pan falsificado incapaz de alimentar! ¡Qué inmensa tarea la del sacerdote de hoy, si de verdad quiere ofrecer al hombre de su tiempo algo más que el latigazo de una imprecación o una denuncia, algo más que lo que los hombres llamamos justicia! Porque se trata de vivir según Dios, anhelosos de la justificación que sólo Él procura. ¡Y es tan fuerte esta exigencia!
Y para que en el alma del futuro sacerdote caigan estas semillas que permitan dar fruto después, ¿dónde poner las raíces? No en otra parte, sino en la contemplación del misterio. Es en el Seminario donde hay que empezar a preparar al joven que aspira a ser imagen del Buen Pastor.
Conocer a Dios, tratarle en la intimidad, hacerse esclavo de su divina voluntad, orar, orar mucho, mortificar las pasiones para que la invocación de las bienaventuranzas no se quede en mera vaguedad literaria, aspirar con gozo a la asimilación de las virtudes ocultas, abrirse para recibir los frutos del Espíritu Santo, saber renunciar a los amores para encontrar al Amor y darlo, respetar y compadecerse de los hombres con misericordia evangélica, clavar en las entrañas del mundo la esperanza de la vida eterna, descubrir y vivir la fuerza redentora del dolor. Todo esto es el don de Dios de que Cristo habló a la mujer samaritana. Y está ahí, vivo, y casi mensurable si no fuese infinito, nacido del Corazón de Cristo muerto y resucitado. Se nos da para que seamos santos, puros, honestos, justos, obedientes y apóstoles del Señor en el mundo.
Y ello no es más que el comienzo del don y de la correspondiente fidelidad. Porque estoy hablando de ese joven que se prepara a recibir el sacerdocio de Cristo y a ser con Él una misma cosa por virtud del carácter divino que un día recibirá. Si desde ahora no empieza a ser fiel a estos misterios, correrá mañana el peligro de convertirse en un parlanchín, un vocero de las aspiraciones terrestres de los hombres, o a lo más en un funcionario de la Iglesia.
Tan rechazable como el cura comodón y anclado en la rutina de sus iniciativas sin vida, es el otro, el que alardea de pobreza sin ser pobre, el que se niega a aceptar el destino que se le ofrece, porque pone por encima sus conveniencias personales o familiares o ideológicas, el que fomenta en los demás compañeros la discordia o el descontento, el que cree que para evangelizar el mundo tiene que estar hablando a cada paso contra lo que llama la sociedad burguesa, sin conocer exactamente lo que es la burguesía ni las realidades económicas en que se mueven los hombres.
De una ausencia de religiosidad profunda en el seminario pueden nacer las más lamentables desviaciones en el sacerdote. Por el contrario, la entrega progresiva del joven seminarista a la unión íntima con Dios, le dará una fuerza insospechada y una luz y un equilibrio fecundos para mover después a los hombres a la práctica de la justicia y al deseo de la santidad.
Estoy profundamente convencido de ello. Necesitamos hoy los sacerdotes, y en su medida los seminaristas, de una mayor entrega a la contemplación y al retiro del alma en la meditación de los misterios de la vida divina. Se dice muchas veces que nuestra espiritualidad no ha de ser de signo monástico, y esto es cierto. Pero lo triste es que la frase se repite sin cesar y corre de boca en boca sin reparar que mucho de lo que llamamos monástico, para excluirlo de nosotros, es sencillamente cristiano y, con mucho mayor motivo, sacerdotal. La Constitución Lumen Gentium, después de hablarnos del ministerio pastoral como medio de santificación, nos recuerda la necesidad de alimentar y facultar nuestra acción en la abundancia de la contemplación para consuelo de toda la Iglesia de Dios (LG 41).
Jesucristo – En el Seminario, la piedad y la educación de la fe han de centrarse en el misterio de Jesucristo, conocido, amado, imitado. Los actos litúrgicos, a lo largo del año, las predicaciones y homilías, la oración personal con tiempo señalado para la meditación deben ayudar a conseguirlo. Nadie podrá dispensarse de la oración personal, en silencio, diaria, a horas fijas generalmente.
Eucaristía –La santa Misa y la frecuente adoración al Señor en el sacramento de su presencia amorosa serán expresión normal y adecuada del amor a Jesucristo. Si para todo hombre decimos que la Eucaristía es el origen y la cumbre de la vida cristiana, mucho más lo será para el joven que aspira a ser sacerdote. Comprendo la necesidad de precisar y conceder su justo valor a los conceptos de evangelización, sacramentalización, santificación, cuando se utilizan de cara al mundo y a los hombres sobre los que hemos de actuar. Pero en la vida del sacerdote que evangeliza de una forma o de otra, o que trata de fundamentar bien sus ministerios, el de la palabra, el culto, la caridad pastoral en sus varias dimensiones, la Eucaristía es su fuerza, su justificación, su signo y su alimento. No puede prescindir de ella. Un joven seminarista que durante el curso o en vacaciones abandone la Misa, la comunión y la oración personal diaria, podrá hacerlo si quiere: pero no podrá seguir en nuestro Seminario.
Penitencia. Vida ascética y dirección espiritual –Igualmente reafirmo, sin hacer ahora un análisis detenido del tema, la necesidad de que nuestros seminaristas reciban el sacramento de la penitencia para la absolución de los pecados, el aumento de la gracia y el ejercicio de las virtudes, con la frecuencia que para ello señala la Iglesia. Con libertad para acudir a otros confesores además de los que el Seminario ofrezca.
En unión con este sacramento del perdón y del arrepentimiento, y con la Sagrada Eucaristía como raíz del progreso del alma en la vida sobrenatural, debe existir en el Seminario un ambiente propicio a la ascética personal, a la mortificación voluntaria, a la renuncia a gustos y satisfacciones legitimas, corporales y espirituales, durante todo el año y particularmente en determinados tiempos litúrgicos, vigilias de fiestas, etc.
Encarecemos al director espiritual del Seminario la obligación de facilitar y procurar esta disposición de espíritu. Porque debe existir un director espiritual particularmente responsable de la formación de las conciencias y de la vida interior, como lo pide el Decreto Optatam totius (núm. 8). aunque con él colaboren otros sacerdotes del Seminario, debidamente coordinados y unidos en sus criterios.
Esta figura del director espiritual es indispensable y no debe existir ningún seminarista que no tenga asegurada una sabia y prudente dirección para su alma. En el citado discurso a tos directores de la Obra de Vocaciones Eclesiásticas decía Su Santidad Pablo VI:
«No hay vocación que llegue a madurar si no tiene un sacerdote que la asista. No madura por sí misma. Es rarísimo que un joven encuentre el camino y sepa interpretar por sí mismo la llamada de Dios sin una persona al lado que posea el arte de leer los signos de los tiempos y los signos de las almas. Esta institución –que va desapareciendo y que en cambio deberíamos tener en tanto honor– la dirección espiritual. No el dominio, sino el consejo, la amistad y la capacidad de apertura, y el arte, que debemos enseñar a los jóvenes, de reflexionar sobre sí mismos y de ver en la escena del mundo que les rodea, como un lugar donde debe realizarse el Reino de Dios. Mas, ¿quién hará ver esto? ¿Quién abrirá los ojos? ¿Quién puede ser verdaderamente intérprete junto a los jóvenes sino un sacerdote que se hace amigo de los jóvenes, compañero, hermano, conversador, Director Espiritual»5.
Estas palabras del Papa valen no sólo para el trabajo pastoral sobre los jóvenes que viven en el mundo y a los cuales Dios puede llamar, sino aún más para el que se realiza sobre los que ya están en el seminario porque han creído en la llamada.
Como un normal florecimiento de esta vida ascética, alimentada en el amor a Dios, debe aparecer en el seminarista la decisión de no permitirse diversiones y licencias que no son para él. No se necesitan para ser sacerdotes en el mundo hoy. Un buen educador sabrá de sobra aconsejar a nuestros alumnos cuál es lo positivo y lo negativo de las relaciones con los demás y dónde empiezan los límites que no deben ser traspasados. Una vez más diremos: junto a la libertad sana, la fidelidad consecuente a lo que se aspira ser.
Santísima Virgen María– Queremos que en nuestros Seminarios se conceda la máxima importancia al culto, la devoción y la piedad a la Virgen Santísima, Madre de Dios y Madre de los sacerdotes. Una piedad teológicamente ilustrada, seria, consciente de lo que significa María en el plan de la redención por designio de Dios omnipotente, y según lo que la Iglesia ha expuesto siempre, particularmente en el Concilio Vaticano II. Esta piedad filial del seminarista para con la Virgen María tiene para él, futuro sacerdote de Cristo, inmenso valor: le ayudará en todas sus carencias y pobrezas para la difícil lucha de la fidelidad al Señor. Piedad mariana litúrgica, y también tradicional y privada, tal como la han vivido los santos que en ella se han distinguido. Piedad que ha de saber unir en su expresión la dignidad y la ternura. Jamás la devoción privada, recta y bien orientada, superará en sentimientos de delicadeza a lo que la propia liturgia manifiesta cuando habla de Nuestra Señora.
Más concretamente queremos referirnos al rezo del Santo Rosario. Nunca debe omitirse esta práctica piadosa, respiración normal de tantas almas buenas o que desean serlo. Me remito a cuanto he escrito en otras ocasiones sobre el Rosario, a lo que dicen teólogos eminentes y de modo especial a lo que Su Santidad el Papa ha repetido insistentemente. Todos los días debe rezarse el Rosario en nuestros Seminarios, o comunitariamente o en privado. Y si alguna vez se sustituye esta práctica por otra, de invocación y alabanza a María, que se haga con clara conciencia de conseguir los mismos fines y la misma eficacia reguladora del ritmo del espíritu que la devoción a la Virgen está destinada a procurar a todos los que aman a su Hijo.
El Concilio y el Magisterio del Papa como hecho religioso – Consideramos también de la mayor importancia para la formación espiritual de los alumnos de nuestro Seminario que sepan asimilar el con junto doctrinal y pastoral del Concilio Vaticano II como un hecho religioso, es decir, con capacidad de educar mejor su fe y también su piedad. Establecidas las líneas maestras de la vida religiosa en el Seminario, tal como las he señalado anteriormente, falta todavía ésta, para que la educación de nuestros jóvenes sea conforme lo pide el mundo de hoy.
El Concilio, a quien lo entiende bien, le proporciona un estilo de vida espiritual, una visión de la Iglesia del mundo, una expresión concreta de lo que es la redención de Cristo para los hombres, una explicación de los fundamentos y el alcance del trabajo pastoral, unas exigencias de caridad fraterna, de vida sacerdotal, de relación con el misterio de la Iglesia, de comunión, en una palabra, altamente valiosa, para que la espiritualidad del sacerdote sea lo que tiene que ser: ni desencarnada ni desdivinizada; ni desprovista de alimento sobrenatural, ni desatenta a las condiciones humanas de la vida; ni separada del trabajo pastoral de cada día, ni reducida al activismo exterior.
El Concilio, en su inspiración, en su doctrina, en su impulso pastoral, constituye un hecho religioso de primer orden. Y es este aspecto el que falta por descubrir para poder contemplar la totalidad del Concilio en una armoniosa conjunción de valores y aspiraciones que se complementan unas a otras y se integran con toda la tradición de la Iglesia. Cuando se insiste en que no ha pretendido ser un Concilio de definiciones dogmáticas y menos de anatemas y condenaciones, se está aludiendo a esto: a la actitud de amor en que la Iglesia ha querido colocarse respecto a los hombres y al mundo, y respecto a sus propios hijos y a los hermanos que profesan otras confesiones cristianas o no cristianas, para invitar a conocer y recibir el mensaje de salvación de Jesucristo, Luz del mundo. Esto fue lo que movió a Juan XXIII a convocarlo y esto es lo que proclamó de modo insuperable Pablo VI en su lamoso discurso de apertura de la última sesión conciliar (10 de septiembre de 1965).
Pero esto, así dicho por la Iglesia, o es una actitud religiosa o no es nada. Porque se trata del amor de Jesucristo al mundo, no de un programa de acción social humanitarista y terrestre. Es una actitud de amor que no intenta ocultar la realidad del pecado y de la miseria humana. Tiene enorme importancia reconocerlo así.
Porque sólo bajo esta perspectiva puede comprenderse la totalidad del plan conciliar y la necesaria coherencia interna para las posteriores actitudes pastorales. Sólo así se hablará de Dios sin olvidar al hombre; y del hombre sin olvidar a Dios. Sólo así se aprenderá a valorar la bondad del mundo creado, pero sin olvidar los estragos que el pecado causó y sigue causando. Sólo así se captará el verdadero concepto de justicia evangélica, de amor al pobre, de liberación de los oprimidos, sin que se reduzcan estas exigencias a una teología política que se devora a sí misma y que conduce inevitablemente a muchos sacerdotes, generosos en su acción pastoral, a posturas equivocadas: trabajar por los hombres y no rezar, promover la justicia en un área determinada y no preocuparse de ser justos en otras, incidir involuntariamente en demagogias que les desacreditan y les hacen exponerse a frustraciones exasperadas, confundir el riesgo de la fe con las inseguridades de la aventura humana, reducir el mal del mundo a lo que llaman pecado social, sin darse cuenta del terrible error en que se incurre al permitir que el corazón individual del hombre se corrompa y quede así destruida la relación con Dios en la persona y en la familia como está sucediendo cada vez más frecuentemente.
Lo mismo, pero en sentido contrario, sucede en otros. Cerrados a todo esfuerzo de comprensión del hecho conciliar en su totalidad sólo tienen ojos para ver los fallos que hasta ahora se han producido y se oponen a todo intento de renovación por justificado que esté. Predicación carente de toda sensibilidad social, un culto sin participación viva del pueblo, un recelo sistemático a los avances de la cultura y de la sociabilidad humana, una fría indiferencia a los sufrimientos colectivos de los hombres.
Pienso que gran parte de estos excesos, de uno u otro signo, se deben a la ausencia de disponibilidad religiosa en la contemplación del hecho conciliar, a la falta de humildad, de prudencia, de oración, frente al gran don de Dios que el Concilio ha representado, condiciones necesarias para entenderlo y aplicarlo. Cuando la parcialidad cierra los ojos para ver, el pastoralista sólo presta atención a los anhelos pastorales, queriendo llegar mucho más lejos; el liturgista se empeña en reformar sin fin; el sociólogo manipula los conceptos conciliares como si se tratase de una ciencia puramente humana; el reformador social violenta los textos que hablan de la justicia en el mundo y prescinde de toda otra observación.
Esa parcialidad en el análisis y esa falta de espíritu religioso en el comentario y las aplicaciones, engendran radicalismos funestos, culto a la personalidad, triunfalismos de signo ideológico, que al aparecer continuamente en revistas y periódicos, en las reuniones y asambleas, han hecho que muchos sacerdotes y religiosos y seglares, y también muchos seminaristas, se desorienten a cada paso: se pone de moda una corriente doctrinal o pastoral, el nombre de un teólogo o de un escriturista avanzado, un gesto mal llamado profético que carecería de toda influencia si no fuera por la prensa que lo airea, un libro en que el autor confiesa su fe y su esperanza a su manera, y va cundiendo el desconcierto que hace cada vez más difícil saber lo que el Concilio o el posconcilio quieren, aconsejan o prohíben.
Quisiéramos que, en nuestro Seminario de Toledo, a los jóvenes que ahora están en él y a los que pueden estar, se les explique bien el Concilio y sus antecedentes, haciendo ver la unidad de pensamiento en sus grandes inspiraciones y en el examen de cada uno de sus documentos, sin miedo ni restricciones, pero mostrando a la vez su conexión con la fe de la Iglesia y la necesaria armonía de todas sus orientaciones. Que se medite y se ore sobre lo que el Concilio nos pide a todos, y se acepte con obsequio religioso de la mente y del corazón el conjunto de sus disposiciones.
Digo lo mismo con respecto a las enseñanzas del Papa. No sólo los documentos más solemnes, suyos o de las sagradas congregaciones, sino toda su ordinaria predicación debe ser conocida, comentada y obedecida en nuestro Seminario. Encargamos al señor Rector que busque el procedimiento para ello. Es la predicación del Vicario de Cristo que quiere ser escuchado, y por eso habla y confía a los diversos instrumentos aptos para ello la comunicación y la propagación de su palabra. Esta palabra del Papa y todo cuanto el Concilio nos ha enseñado deben ser elementos vivos en la formación religiosa de los jóvenes seminaristas. Aparte el estudio académico en las clases de teología, está esa otra labor que tanto puede contribuir a una robusta y seria espiritualidad sacerdotal.
Fidelidad al Obispo – Por último, señalo como característica indispensable de la formación religiosa en el Seminario la fidelidad al Obispo diocesano, tal como lo pide el Decreto conciliar Optatam totius, en conformidad con la Tradición y la doctrina constante de la Iglesia. Hay en ello algo más, mucho más que una exigencia teológica o una dimensión jurídica, puesto que se trata de la fe en la naturaleza apostólica de la Iglesia. Mediante el obispo, una diócesis, y de manera particular los presbíteros que con él rigen los destinos espirituales de la misma, se sitúan junto al manantial del sacerdocio mismo de Cristo y reciben de sus manos, para comunicarla, las aguas vivificantes de los sacramentos. El obispo asegura la sucesión apostólica, el empalme misterioso pero real con aquel momento histórico en que el Señor decide dar una constitución determinada a su Iglesia y se la da así, el camino por donde la revelación de Jesús va día tras día llegando hasta el corazón de los hombres como palabra, vida y esperanza. Ese obispo en concreto que gobierna una diócesis estará personalmente mejor o peor dotado, pero junto a él, más allá del pequeño espacio que con su persona cubre, sin otro titulo que el de sucesor, está la larga cadena de sus antecesores que han hecho posible desde los tiempos apostólicos la continuación, a través del tiempo, de una Iglesia santa en la tierra. Por el obispo llegamos a los pies de los Apóstoles, al Evangelio, a Cristo Jesús.
- Formación pastoral
Durante estos años se ha insistido mucho en una idea que el Concilio quiso poner de relieve. Entraba en la lógica de las aspiraciones conciliares, tan decididamente expresivas de un afán de pastoreo del mundo, proclamar que el seminarista se prepara para ser pastor de los hombres y que, por consiguiente, toda la formación del seminario, toda, había de ser eminentemente pastoral. El seminarista no aspira a ser un monje de vida retirada, ni un intelectual entregado al estudio y la investigación, ni un religioso de vida común por la profesión de los tres votos.
¡Pero cuántos excesos también en nombre de estos principios! Se trata, en efecto, de una formación para la acción pastoral del mañana, no de una acción pastoral ahora, que no podrá serlo ni siquiera en el nombre, porque el seminarista no es un pastor, ni podrá ser realizada nunca si a su debido tiempo no se adquirió la formación necesaria. Es todo el Seminario, en las clases de los profesores, en la piedad y la vida religiosa, en las predicaciones y dirección de las conciencias, el que debe respirar un clima de reflexión pastoral. Al Seminario deben llegar las mejores realizaciones pastorales de la Diócesis, y los sacerdotes y seglares que las promueven. Y no sólo de la Diócesis, sino de otros lugares donde existan esas obras y esos hombres, para que sean conocidas y examinadas. Organícense alguna vez coloquios, conferencias, actos diversos en que intervengan hombres de vida pastoral ejemplar y de conciencia recta. Acudan también los seminaristas, moderadamente, a ofrecer su colaboración apostólica –no pastoral– a algunas obras de la Diócesis en sus diversas instituciones. Pero no se les impida dedicar su tiempo y su vida a lo que ahora reclama una imprescindible atención prioritaria: el estudio intenso y el desarrollo de sus virtualidades interiores. Y que no se les ofrezca como obra pastoral cualquier cosa, sino ejemplos de vida de sacerdotes santos y apostólicos tal como se reflejan en la continuidad de trabajos bien concebidos y sostenidos a lo largo de los años.
Con el pretexto de que hay que preparar al alumno para la vida pastoral, todos se han creído con el derecho de interferirse en la vida del Seminario para celebrar los más diversos actos, o para reclamar la colaboración y la presencia de los seminaristas en lo que cada cual organiza, acusando a veces a los superiores de falta de sentido pastoral cuando intentaron, no oponerse, sino velar por la debida ordenación de actividades. Esto no debe suceder más. El Rector ha de tener el espíritu abierto para el conocimiento y estimación de los sacerdotes y las actividades de la Diócesis, pero también la autoridad necesaria para ser él quien decida lo que ha de hacerse en cada caso.
Tened cuidado también con ese término que se ha puesto de moda: el de los pastoralistas. Se han multiplicado estos durante los últimos años, como los hongos en la campiña humedecida. Sabed discernir con prudencia y con un poco de escepticismo frente a lo que escriben y dicen tantos maestros improvisados. Comprended que junto a algunos pocos que pueden ejercer una acción muy beneficiosa para la Iglesia en España, hay una nube de tratadistas de laboratorio, sin práctica pastoral, o reducida a pequeños grupos a los que es muy cómodo cultivar dentro del cuadro de ciertas teorías. Muchísimos párrocos de pueblos y ciudades, de antes y de hoy, podrían darles lecciones sobre cómo hay que ser pastores del pueblo cristiano. No lo hacen porque no tienen medios para expresarse, o porque no saben hacerlo, o porque en su digna humildad se retiran presionados por la fuerza de tantas modernidades sin sentido.
Ser pastoralista auténtico es lo más difícil: porque exige ser todo a la vez, teólogo, escriturista, pedagogo, conocedor del pueblo, capaz de abrir nuevos caminos y a la vez fidelísimo a la Iglesia. Esta formación para la vida pastoral exige también que se preste atención suma en el Seminario a todos aquellos detalles de estilo de vida personal y comunitaria tan necesarias para la convivencia humana y para la actuación ministerial con los hombres.
Desterrad del Seminario toda chabacanería en conversaciones, modos de vestir, juegos y diversiones juveniles. Ser sencillos no equivale a ser ineducados o plebeyos. La veracidad, el respeto mutuo, la delicadeza, el diálogo sincero y cordial, la ausencia de toda altanería y jactanciosa arrogancia son notas que deben acompañar constantemente al joven seminarista.
Que se despierte en ellos y se cultive sin cesar un noble afán de superación y de estimulo para el desarrollo de todos los valores humanos. La alegría, el compañerismo sano, la ayuda sacrificada al más débil, el interés positivo por la casa en que viven aun en el orden material, la limpieza, la higiene, el decoro en todo, han de ser cultivados con esmero. Igualmente el deporte, las excursiones culturales o de descanso, las aficiones literarias, musicales y artísticas en general, todo aquello que, bien ordenado, es logro y expresión de un humanismo auténtico.
Que vuelva a haber en el Seminario, cuando llegan fiestas y jornadas conmemorativas especiales, un clima de familia creador de entusiasmos colectivos que abra cauces de expresión a las iniciativas del espíritu juvenil, tan rico y tan fecundo. Y, por supuesto, en el ámbito estrictamente religioso, la celebración del domingo y las grandes fiestas litúrgicas o los tiempos propios de una particular devoción, debe merecer siempre de todos, superiores y alumnos, las más delicadas atenciones.
La supresión de estas manifestaciones características de la vida interna del Seminario, ha contribuido al empobrecimiento y la vulgaridad. Se ha querido lograr una mayor asimilación de otros valores y se ha perdido la identidad propia; o bien, con la intención de que se participe en actividades formativas fuera del Seminario, se han reducido a la nada las que allí podían y debían darse siempre. ¿Por qué no saber hacer compatibles unas y otras? ¿Por qué no afirmar claramente que una cosa es prestar atención a alguna obra pastoral auténtica de la que se puede aprender, y otra muy distinta la dispersión continua y los contactos multiplicados con obras y personas de las que nada provechoso puede esperarse?
Señalo, finalmente, como criterio básico para la formación pastoral en el Seminario, el de que se eduque a los seminaristas para que su sacerdocio futuro se proyecte en el ejercicio de la propia misión santificadora sobre las realidades sociales y políticas del mundo en que van a vivir. Los documentos de la Iglesia sobre estas cuestiones, tan importantes y tan repetidos estos años, deben ser estudiados y analizados con todo rigor para intentar llevarlos después a la práctica, en lo que al sacerdote corresponde, y como lo pida el espíritu evangélico, con aplicaciones concretas a las situaciones diversas de las parroquias y ambientes de la Diócesis, en una acción diaria, serena, educadora, llena de firmeza y caridad, verdaderamente consciente y conocedora de lo que encierran dentro de sí los problemas que trata de ayudar a remediar.
El Seminario Menor #
En cuanto llevo escrito, mis reflexiones tenían presentes a los alumnos del Seminario Mayor, que son los que realizan los estudios eclesiásticos. Debo hablar ahora brevemente sobre el Seminario Menor de la diócesis, y lo haré en forma de proposiciones claras y concretas.
- En nuestra Diócesis de Toledo existe y debe seguir existiendo el Seminario Menor propiamente dicho. No un colegio donde puede haber alumnos con aptitudes para ser llamados al sacerdocio, sino un Seminario en que inicialmente ninguno rechaza la posibilidad de llegar un día a los estudios eclesiásticos, y acepta tanto él como su familia un régimen de vida particularmente apto para que esa posibilidad llegue a convertirse en un hecho.
- Los estudios del Seminario Menor son y serán los mismos que se realizan en los centros docentes de la nación para los alumnos de esa misma edad, si bien no creemos necesaria la existencia del COU, puesto que éste es un curso de preparación para la Universidad civil fundamentalmente. Sin embargo, dado que viene haciéndose ya varios años, permitimos que en el curso 1973-74 siga existiendo.
- La diferencia entre el Seminario Menor y los demás centros docentes de la Iglesia para alumnos de la misma edad está en que éstos existen para dar una formación cristiana y facilitar eventualmente el cultivo de los gérmenes de vocación sacerdotal, mientras que el Seminario Menor atiende directamente a esta intención en todos los alumnos y va seleccionando progresivamente a aquéllos, y sólo a aquéllos, que se manifiestan sinceramente como candidatos para el Seminario Mayor.
- Es perfectamente lógico que la Iglesia tenga una institución especialmente destinada al cultivo de la vocación al sacerdocio, ya desde la edad en que los alumnos poseen una cierta facultad de discernimiento. La Iglesia puede y debe hablar de esta posible llamada de Dios a niños, a jóvenes, a adultos, sea cual sea el lugar en que se encuentran. Por lo mismo, puede reunirlos en un centro apto para ello, y con tal de facilitarles los estudios normales y no someterlos a un régimen de vida inadecuado, ayudarles gradualmente a una decisión cada vez más afirmativa con respecto al Seminario Mayor.
- Algo ha cambiado desde el Concilio Vaticano II en relación con el Seminario Menor, y es, a nuestro juicio, lo siguiente. Antes, el Seminario Menor era una institución muy cerrada; ahora es más abierta. Antes los estudios eran distintos de los que hacían los demás niños a esa edad; ahora nada de esto debe existir en el grado y la forma en que antes existía. Antes era el Seminario Menor, al menos en España, casi el único procedimiento para fomentar las vocaciones hacia el sacerdocio; ahora debemos esforzarnos porque no sea el único, ni siquiera el principal.
El Concilio no ha querido, ni mucho menos, que se supriman los Seminarios Menores, ni allí donde venían tradicionalmente existiendo, ni donde puedan surgir. Lo que ha intentado es vivificarlos, situándolos dentro de una perspectiva mucho más amplia y más rica de lo que es la disposición hacia el sacerdocio dentro del plan de Dios sobre la comunidad cristiana. El Concilio ha tomado entre sus manos el Seminario Menor y lo ha integrado dentro de los esfuerzos que debemos hacer todos –obispos, sacerdotes y familias cristianas– para responder a las llamadas de Dios en favor del sacerdocio, en un cuadro de opciones vocacionales más amplio en su intención, en sus propósitos y en su modo de lograrlo, y más constructivo y respetuoso con todo lo que da de sí un ser humano ya desde pequeño.
Ha pedido que no nos contentemos cómoda y perezosamente con poseer las llaves de un edificio, sin tener el alma del mismo; que no nos limitemos a la estructura que funciona mecánicamente, en virtud de la fuerza de una tradición que iba extinguiéndose lentamente; que no creamos que hay árboles donde sólo puede haber semillas; que no hagamos un cliché prefabricado al que ortopédicamente hayan de acomodarse, quiéranlo o no, los muchachos en cuya alma empieza a abrirse el hermoso capullo de la generosidad. No quiere el Concilio un Seminario Menor en que el nombre pesaba tanto o más que la realidad. Sí que quiere la realidad, e incluso el nombre, con tal de que los educadores sepan lo que traen entre manos.
Los alumnos del Seminario Menor no pueden ser pequeños clérigos, ni siquiera pequeños seminaristas mayores. Pero tampoco son justas ciertas afirmaciones como que «no hace falta el Seminario Menor», «que lo que importa es formar cristianos y las vocaciones ya vendrán», « que los alumnos del Menor deben vivir igual que los de otros colegios o institutos», «que no hay por qué fomentar una vida de piedad especial», «que no se les debe hablar de la vocación sacerdotal hasta que sean mayores», etc. Esto es equivocado y funesto: equivocado, porque no es ésta la mente de la Iglesia; funesto, porque nos priva injustamente de la posibilidad de ofrecer más sacerdotes a la iglesia por procedimientos perfectamente lícitos, mientras las condiciones de la comunidad cristiana nos permitan utilizarlos dignamente. Si la Iglesia es como una familia, en que unos y otros debemos ayudarnos, admitámoslo con todas las consecuencias.
Si Dios llama a un niño para el bautismo a través de la fe de la Iglesia, también puede llamarle para el sacerdocio. La grandeza de este nuevo destino sólo bajo cierto aspecto es mayor que la de ser llamados a la condición de hijos de Dios. Y las responsabilidades que en ese posible nuevo ministerio se han de contraer, no se aceptan en un día. Para ir asumiéndolas libre y responsablemente, el niño, más tarde joven, dispone de muchos años de reflexión, de luces y auxilios de la gracia, y del consejo de hombres prudentes. A nadie se coaccionará después, como tampoco se le coaccionó al principio.
En suma, lo que el Concilio y las posteriores instrucciones de la Sagrada Congregación han pedido en relación con los seminarios menores es que se haga un examen realista y serio de esta institución. La tradición respecto a los mismos es diversa en cada país, y debe reconocerse así. Aun siendo en el nuestro tan arraigada y provechosa, en términos generales, cometeríamos un error si creyéramos que no nos afectan las nuevas situaciones. Constituyen hoy un obstáculo serio para los seminarios menores la evolución del régimen escolar de la enseñanza para los niños y adolescentes, en que el Estado tiende a facilitarlo todo, la indiferencia religiosa en las familias, el ambiente descristianizado que dificulta notablemente la percepción de las señales de una llamada divina, y la propia psicología de los jóvenes de hoy que se manifiesta desde la misma adolescencia.
No se puede ya, por consiguiente, pensar en seminarios menores en que todo se daba hecho y que engendraban la ilusión de que teníamos resuelto el problema de las vocaciones, porque los alumnos que ingresaban cada año eran numerosos. Estos seminarios eran muchas veces centros demasiado cerrados sobre sí mismos, con muchas negligencias en el orden educativo, aunque cada año permitieran el paso de un grupo de alumnos al Seminario Mayor.
Es preciso promover otro estilo. Estudiar la vocación en lugar de darla por supuesta, distinguir entre los muchachos de una edad y los de otra, educar su libertad, ayudarles a descubrir el camino que han de seguir dentro de la vocación cristiana, eliminar toda presión inconveniente, hacer que el Seminario Menor sea «como el centro de un esfuerzo global al servicio de las vocaciones, como el punto de partida y de unión, el símbolo de una actividad que interesa, en una diócesis o en una región, al porvenir del sacerdocio, de la vida religiosa y de las misiones, como un órgano en el conjunto de una pastoral de la juventud escolar y universitaria». «En él ha de haber una formación religiosa original y una dirección espiritual adaptada». «Si la importancia del lugar, o la solidez de una tradición, o la existencia de medios suficientes permiten asegurar la institución del Seminario Menor, es necesario mantenerle. Y se podría decir que es necesario, si el caso lo requiere, crearle»6.
Y siempre, por supuesto, también en España y también en nuestra Diócesis, hemos de trabajar para descubrir, independientemente del Seminario Menor, nuevos métodos de trabajo para favorecer la aparición y el cultivo conveniente de los gérmenes iniciales de la vocación al sacerdocio.
Pastoral de las vocaciones #
En estrecha relación con el apartado anterior, debo hablar ahora de lo que en la Diócesis de Toledo hemos de hacer para fomentar las vocaciones.
Llamo, en primer lugar, a los sacerdotes para pedir a todos que a partir de hoy nos coloquemos en una actitud de servicio a esta tarea en que tantos y tan graves intereses de la Iglesia están en juego. Los mejores muchachos de vuestras parroquias, de los colegios e institutos, de las organizaciones juveniles, deben recibir de vosotros, junto con vuestro ejemplo, palabras de luz que orienten su conciencia y les hagan pensar en la respuesta que deben dar a Dios cuando Él se la pide. Cada uno de los sacerdotes de la Diócesis ha de poner el máximo interés en que nuestro Seminario vuelva a tener alumnos en número suficiente para atender las necesidades religiosas de la Diócesis y para que se ofrezcan sacerdotes a la Iglesia universal.
El pasado año hemos dado nuevo impulso a la Obra Diocesana de las Vocaciones y hemos nombrado Director de la misma a uno de los superiores del Seminario, el reverendo don Estanislao Calvo. Ayudadle con vuestro entusiasmo. A él le pedimos que recorra todos los arciprestazgos y parroquias y busque las colaboraciones necesarias. Que hable a la juventud de Toledo, de la ciudad y de los pueblos; que les hable de Dios y de la Iglesia, del Evangelio, de la vida eterna, de la ayuda a los hombres también en este mundo, ayuda que será tanto más eficaz cuanto más se propague la fe con todas sus exigencias. Que no proponga un ideal de vida sacerdotal cómoda y fácil, sino auténtica en todas sus exigencias.
El sacerdote es un perpetuo crucificado, a quien no deben hacer bajar de la cruz ni la incomprensión, ni la hostilidad, ni el insulto, ni el escarnio. El sacerdote que quiera serlo de verdad se sentirá cada vez más solo, mientras que el mundo de hoy tendrá cada vez más facilidades para arrojarse con éxito a gozar de las delicias que proporciona un materialismo engañoso. ¡Ay del sacerdote que se olvide de la cruz y crea que para evangelizar mejor ha de confundirse con el mundo, o que, para hacer comprensibles y atrayentes los misterios de que es portador, ha de disimularlos o reducirlos a un programa de acción socio-política, porque eso sí que interesa a los hombres! Por ese camino llegará un día en que inevitablemente se preguntará angustiado para qué sirve ser sacerdote. Y sus ministerios específicos, a través de los cuales Dios se reservaba el homenaje que se debe a su gloria, y los hombres podrían recibir la esperanza de la redención eterna, carecerán de sentido.
Llamamos también a los propios seminaristas. No os extrañéis de ello, queridos jóvenes del Curso de estudios eclesiásticos. De vosotros depende en parte que otros jóvenes se hagan las preguntas inquietantes propias de las almas generosas. Si os ven inseguros y vacilantes, faltos de entusiasmo en cuanto a vuestra situación de hoy y a vuestro estado de mañana, pendientes de ser como los demás en relaciones y costumbres para aparecer más «normales», temerosos de confesar abiertamente que sois seminaristas y camináis hacia el sacerdocio de Cristo, os despreciarán y no sentirán ese acuciante deseo de preguntarse por qué sois tan hombres y tan dichosos, como se lo preguntan cuando ven que sois lo que tenéis que ser.
Por el contrario, si os mostráis firmes en vuestra convicción, alegres y humildes en la esperanza que os anima, entregados por completo a las exigencias de vuestra formación, llenos de confianza en Dios respecto a las dificultades que encontráis y encontraréis, dispuestos al despojo de vosotros mismos para servir mejor al Señor y a los hombres, tendréis a vuestro lado entre los jóvenes, no sólo amigos de juventud, sino probables compañeros de marcha hacia el mismo ideal que os mueve a vosotros.
Os aseguro que, al escribir esta Carta Pastoral, palabra por palabra, pensaba en vosotros. No me parece honrado ofreceros un estilo de vida fácil y complaciente. Creo en la sabiduría de la cruz de que nos habla San Pablo en su primera carta a los Corintios. Haced de nuestro Seminario un centro vivo de amor a Dios, de espiritualidad fecunda, de trabajo riguroso y exigente. Reconoced, de una vez para siempre, que en estos años que han seguido al Concilio se han difundido respecto a los seminarios y al ministerio sacerdotal errores teóricos y prácticos muy dañosos. Sed valientes y honrados, sed generosos. Ningún poder de atracción ejercerá sobre los jóvenes de nuestro tiempo un Seminario que pierde los contornos de su identidad, o un ideal de vida sacerdotal alejado de las realidades sobrenaturales que Cristo ha venido a ofrecernos. No se trata de multiplicar obligaciones infundadas, sino sencillamente de velar para que la sal no se corrompa.
Ahora bien, esta llamada urgente que hago a sacerdotes y seminaristas no nos dispensa de plantear el problema de la pastoral de las vocaciones en términos más amplios y profundos. Es necesario que, en la predicación normal y continua de la Iglesia, como un tema exigido con absoluta naturalidad por el contenido vital del bautismo, la confirmación y la eucaristía, se hable de la vocación cristiana en general y de la respuesta del hombre a las llamadas de Dios. Esto es entrar en el fundamento teológico de la vocación. La familia, la parroquia, la comunidad cristiana en general, más reducida o más amplia, deben ser formadas y catequizadas para la fe de tal manera que ininterrumpidamente se pregunten, en su condición de hijos de Dios, cómo van respondiendo en su vida a las llamadas del Señor.
Una comunidad cristiana sólo merecerá tal nombre, en realidad de verdad, cuando perciba de manera habitual dentro de sí misma, como comunidad y en los individuos que la forman, esa vibración espiritual de la respuesta y la llamada, característica del diálogo con Dios. El problema de la vocación y de las vocaciones es de toda la Iglesia, en el sentido en que toda ella –familias, parroquias, grupos juveniles, asociaciones apostólicas, colegios, catecumenados– deben estar dando vueltas continuamente, si se me permite hablar así, a la gran pregunta y a la gran respuesta: ¿qué quiere Dios de mí?, ¿qué debo hacer por Dios?
La Delegación Diocesana de la Obra de Vocaciones debe trabajar en nuestra Diócesis con esta amplitud de concepción y de propósitos. Los resultados serán sin duda más lentos, pero la formación del pueblo cristiano será más completa, hasta el punto de que pueda permitir en el futuro una más espontánea y fluida colaboración por parte de muchos al resultado que Dios busca en el diálogo de su gracia con los hombres.
Sólo una salvedad quiero hacer, a la que me mueve la lectura atenta de libros y escritos que se difunden sobre estas cuestiones. Admitiendo como correcto y orientador este planteamiento de la pastoral de las vocaciones, no estoy de acuerdo con lo que escriben algunos, a saber: que no se deben hacer campañas o esfuerzos apostólicos especiales sobre la vocación sacerdotal o religiosa, porque ello parcializa la presentación del hecho de la vocación cristiana, induce a reflexiones incompletas y nos hace correr el peligro de contentarnos prematuramente con los logros que pudiéramos obtener, descuidando el cultivo en profundidad del resto del pueblo cristiano en un aspecto tan fundamental.
Una vez más me parece poder apreciar aquí una manifestación –noble, si se quiere– de los radicalismos de la hora presente. Porque es perfectamente compatible la predicación normal y continua sobre la vocación cristiana, de tanta y tan excelsa motivación teológica, y la atención particular a vocaciones muy específicas para el Reino de Dios en la tierra. Jesucristo nos dio ejemplo: a todos invitó y llamó a su seguimiento, pero cultivó de manera especialísima a algunos, a los cuales llamaba para una misión más singular, la de ser apóstoles suyos o testigos calificados del Reino de los cielos en la tierra.
Por último, y en relación con este tema del interés que todos hemos de tener por la causa de las vocaciones, particularmente los sacerdotes de la Diócesis, quiero hacer aquí una llamada al Seminario como institución, a saber: que se interese también el Seminario por el clero diocesano, que fomente la amistad con los sacerdotes y les ayude cuanto pueda, que les invite y les ofrezca cada año jornadas de estudio y reflexión que puedan serles provechosas, que establezca con ellos relaciones tan cordiales que puedan considerar al Seminario como a la gran casa de familia que merece su amor y su entrega, porque en ella se educaron para el sacerdocio y en ella siguen educándose los hijos de su espíritu, los jóvenes que continuarán mañana la misión sagrada que ellos realizan ahora.
Conclusión:
fieles al recuerdo de Jesús, esperanza inextinguible #
Llegamos ya al final de esta comunicación pastoral que he querido tener con vosotros, queridos diocesanos, en la cual os he abierto mi alma sobre una de las preocupaciones que más dignamente puede llenar el corazón de un obispo. Deliberadamente he intentado hablaros con la máxima claridad que es posible y sin evasiones respecto a lo que en concreto es y deber ser hoy la vida de un Seminario Diocesano que es el nuestro. He venido a esta Diócesis de Toledo para servir a la Iglesia, y pienso que ningún servicio más fecundo puedo prestar que el de mi trabajo ordenado, constante y fiel en favor de las vocaciones sacerdotales y del sacerdocio. El camino de la Iglesia hacia el futuro pasa por ahí.
Quiero añadir ahora, casi en tono de plegaria, mis últimas reflexiones por ahora sobre el tema. Os las confío como el labrador entrega a la tierra la semilla que lleva en sus manos: con esperanza de que llegará a dar fruto.
Oración #
Orad, hermanos míos, orad mucho por el Seminario. Oremos todos con el más puro y encendido fervor para que esta oración llegue al cielo. Lo que pedimos, Señor, es el don supremo de tu amor, a saber, que no nos falte en la tierra, en proporción suficiente para nuestra hambre y nuestra sed de vida eterna, el sacerdocio de tu divino Hijo, Jesús. Yo me imagino a tu Iglesia, Señor, perpetuamente arrodillada, suplicando el beneficio del agua viva. Si falta el sacerdote, falta la Eucaristía, la presencia de Jesús entre nosotros. Y la Iglesia queda herida en su corazón. Orar por el Seminario es algo más que tener presente en nuestras súplicas una institución diocesana; es empalmar con la misma oración de Jesucristo: Padre mío, la hora es llegada; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti, pues le has dado poder sobre todo el linaje humano para que dé la vida eterna a todos los que Tú le has dado (Jn 17, 1-2).
Fidelidad #
Nos duele, Señor, ver un mundo tan rico de posibilidades y tan empobrecido por el pecado. Sin saberlo, los hombres andan buscando a Dios a tientas y a ciegas. Y Él está ahí, a las puertas del corazón de cada uno. ¿Cómo abrirlas para que Él entre? La Iglesia en estos años de dolor y de esperanza está haciendo un esfuerzo inmenso para facilitar tu entrada. No puede perecer el hijo de tantas lágrimas, es decir, no puede quedar infecunda una generosidad tan grande. Pero ya lo ves, Señor. Nos cuesta mucho acertar. En nuestros seminarios se ha roto estos años el equilibrio. Y por el afán de ser más generosos para correr en ayuda del mundo, hemos dejado a veces de ser fieles. Que los alumnos de nuestro Seminario, Señor, no sean ni progresistas ni conservadores, ni rutinarios ni avanzados, ni de derechas ni de izquierdas. Cuánto me cuesta emplear este lenguaje tan pobre y tan feo. ¡Pero es el que se usa hoy para entendernos, y yo quiero ser comprensivo!
Dicen que manifestar este anhelo significa más bien neutralidad y tibieza. Es falso. Porque yo deseo que los seminaristas de nuestro Seminario ardan con el fuego que Jesucristo, tu Hijo, vino a traer a la tierra. Con ese fuego, no con las llamaradas cegadoras que encendemos los hombres, tan apasionados y tan frágiles. Las voces y los signos que piden renovación para tu Iglesia son constantes, porque siempre necesita ser fielmente renovada y hemos de estar atentos a las señales del tiempo y de la vida. Pero ¿quiénes serán los que de hecho traerán la renovación conforme a tu voluntad divina? Solamente los santos. Ellos son los que aciertan a conservar lo que debe ser conservado y los que abren a nuevas auroras horizontes en los que antes no brillaba la luz.
Grandeza #
El sacerdocio de Cristo seguirá ejerciendo siempre un inmenso atractivo en los corazones más generosos. Nunca se hace viejo y caduco un misterio tan rico como el que en él se encierra. Ahí radica nuestra esperanza. Es Dios quien ha querido que el sacerdocio permanezca y se continúe en la tierra. Y por eso habrá sacerdotes siempre, siempre, siempre. Y en número suficiente para las necesidades del mundo, si lo presentamos y lo vivimos tal como es. Este es el desafío que hoy se nos hace. Entendámoslo bien. Si de verdad queremos cooperar a la redención de Cristo como ministros suyos, que es algo inmensamente superior a todas las liberaciones terrestres, Jesús tendrá apóstoles que le sigan. Porque nada hay tan grande y tan hermoso como seguirle a Él, también para la juventud de hoy.
Sí, jóvenes, a vosotros me dirijo #
«La misión de Jesús continúa. Él permanece siempre con nosotros (Mt 28, 20b); el cielo y la tierra pasarán, pero sus palabras no pasarán (Mt 24, 35), Jesús, el Pastor Bueno, continúa, pues, llamando a quien quiera colaborar con Él para realizar su misma misión. Todos nosotros hemos recibido el bautismo de Jesús. En esta vocación común para ser cristianos, cada uno de nosotros está llamado a desarrollar una función particular para la realización del designio de Dios (Rm 12, 4-7; 1Cor 12, 4ss). Todos, por tanto, debemos acercarnos con confianza a Cristo, a su vida, a sus palabras, para descubrir nuevamente la voluntad de Dios sobre nosotros, y poner al servicio de los demás, de la Iglesia, de la humanidad, los dones que cada uno ha recibido (1P 4, 10ss)».
«Ahora bien, Jesús ha querido que su Iglesia tenga hasta el fin de los tiempos pastores que participan en el sacerdocio de Él, de modo que el acto salvador de Jesús se haga presente y eficaz en toda la humanidad y para todas las generaciones (LG 28). En estos tiempos en los que la humanidad busca a oscuras su camino y los hombres son como ovejas errantes (1P 2, 25; cf. Mt 9, 36), el Corazón de Cristo está más próximo que nunca a ella, para prevenir los peligros que la amenazan, los pasos falsos y fatales, y para estimular su generosidad».
«Esta es la causa por la que cada uno debe medir la propia responsabilidad y prestarse atención para descubrir en sí y aceptar las señales posibles de la llamada a una misión »pastoral”, más próxima a la acción del Sumo Pastor, en su palabra y en su sacrificio».
«La vida debe ser consagrada a algo grande. No se puede permanecer inertes e insensibles cuando se piensa en las innumerables manos que se alzan desde los cinco continentes hacia quien, representando a Cristo en medio de ellas, pueden colmar sus anhelos y responder a sus esperanzas. Son manos de niños y de jóvenes, que esperan a quien les enseñe el camino de la verdad y de la justicia; manos de hombres y de mujeres, a los que la esperanza dura de la vida cotidiana hace sentir más acusadamente la necesidad de Dios; manos de ancianos, de pacientes, de enfermos, que esperan a quien se interese por ellos, se incline sobre sus tribulaciones, consuele sus amarguras, abriendo el alma cansada la esperanza del cielo: manos de hambrientos, de leprosos, de marginados de la sociedad, que piden auxilio. Para esto son necesarios sacerdotes y religiosos…»
«A vosotros, por tanto, jóvenes, deseamos repetir las palabras de la parábola: ¿Por qué estáis ociosos? (Mt 20, 6). Hoy no hay necesidad de palabras, sino de obras; no de veleidad, sino de generosidad concreta, que se manifiesta en hechos. No de contestaciones estériles, sino de sacrificio personal que, comprometiéndose directamente, transforme el mundo angustiado. Solamente los jóvenes pueden comprender esta necesidad; y a los mejores entre ellos se puede abrir el campo inmenso del apostolado sacerdotal, misionero, caritativo, asistencial, del que están necesitados los hermanos. Escuchad la voz de Cristo que os llama entre sus operarios: imprimid un sentido a la vida, haciendo vuestras las preocupaciones de la Iglesia para la elevación y el progreso de los pueblos. La Iglesia, en efecto, sabe comprender verdaderamente y a fondo los deseos de vuestro corazón generoso, y solamente ella no los desilusiona, no los instrumentaliza para otros fines, no los hace vanos»7 .
A todos os bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Toledo, septiembre de 1973.
Marcelo González Martín
Cardenal Arzobispo de Toledo-Primado de España
1 Pablo VI, Mensaje al clero y a los fieles en el «Día Mundial de las vocaciones», 15 de marzo de 1970: Insegnamenti di Paolo VI, VIII, 1970, 188-193.
2 Pablo VI, Alocución del 13 de mayo de 1971: Insegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, 417.
3 Sagrada Congregación para la Educación Católica,23 de mayo de 1968, Prot. N. 596/68.
4 Seminarium. n. 2, 1973.
5 Pablo VI, Alocución del 13 de mayo de 1971: Insegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, 418.
6 Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades.
7 Pablo VI, Mensaje para el Día Mundial de las Vocaciones Sacerdotales, 2 de mayo de 1971: Insegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, 358-365.