Un sistema nuevo de vida

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Un sistema nuevo de vida

Lección pronunciada en el acto de inauguración de la X Semana de Teología Espiritual, en Toledo. el 2 de julio de 1984. Texto publicado en el volumen Vida interior y construcción del mundo, CETE, Madrid 1985. 15-28.

Introducción #

Un sistema nuevo de vida… Muchos hay que niegan a la Iglesia la posibilidad de suscitar en el mundo una nueva cultura, un nuevo orden de cosas y de valores, un sistema nuevo de vida. Piensan que la Iglesia es muy vieja como para dar a luz de nuevo.

La Iglesia, ciertamente, es la más antigua institución del Occidente: tiene veinte siglos de edad. Pero si pensamos que la inmensa aventura humana comenzó –como dicen los científicos– hace cincuenta mil o quizá cien mil años, los escasos dos mil años de historia de la Iglesia nos parecen muy pocos. La Iglesia es sumamente joven, y probablemente está dando en la historia humana sus primeros pasos.

Por otra parte, si en esta conferencia hablo del mundo entendiendo por él –como es frecuente en los textos del Nuevo Testamento–, el conjunto de criaturas no sujetas al influjo benéfico de Cristo, será preciso reconocer que el mundo es mucho más viejo que la Iglesia. Por eso, quienes no esperan de la Iglesia, alegando que es vieja, un nuevo sistema de vida, ¿se atreverán a esperarlo del mundo, que es mucho más antiguo y vetusto?

Lo viejo en el mundo moderno #

Desde este punto de vista, es preciso confesar que el mundo actual, el mundo moderno, se nos manifiesta como desoladoramente viejo.

El materialismo que hoy impera, tanto en el Oriente marxista como en el Occidente consumista, es cosa tan antigua como el culto al dinero. Las perversiones sexuales, el descenso de la nupcialidad, el aumento de concubinatos, divorcios, abortos y prácticas anticonceptivas, el crecimiento de la homosexualidad, todo eso que un Wilhem Reich llama «la revolución sexual», no es sino un regreso a lo que en el paganismo precristiano eran prácticas frecuentes hasta la vulgaridad.

El nihilismo, la filosofía relativista, epicúrea, agnóstica; «el hombre como pasión inútil» (Jean Paul Sartre), la vida humana como una ofensa enorme y anónima, o como un banquete delicioso y breve, que debe ser aprovechado al máximo; el imperio de la fuerza sobre la razón –sit pro ratione, voluntas–, el racionalismo o la desconfianza radical en la razón…, éstas y otras posiciones de la filosofía moderna ya estaban ampliamente formuladas por los filósofos de los siglos anteriores a Cristo. De aquellos filósofos decía San Pablo: «Siempre están aprendiendo, sin lograr jamás llegar al conocimiento de la verdad…, resisten a la verdad, como hombres de entendimiento corrompido» (2Tim 3, 7-8).

El hombre trivializado, distraído de lo esencial, perdido en la cotidiana maraña de las cosas secundarias, constantemente alienado por la televisión, el vaivén de la política, los medios de comunicación, las modas y las diversiones, viene a ser aquel pagano embrutecido que, según Juvenal, no quería más que «pan y circo», alimentos y espectáculos; y el célebre novelista Camus, hace unos años, decía que los hombres de hoy casi lo único que hacen es «fornicar y leer periódicos»; quizá tuviera que decir ahora: «y ver la televisión», que a veces es también lo mismo que fornicar. Cuando el Apóstol llegó a Atenas, pudo comprobar que los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y oír novedades (Act 17, 21). El imperio de lo novedoso, que hoy se estima tan moderno, es muy viejo.

El militarismo brutal, el pacifismo cómplice o ingenuo, el totalitarismo, el democratismo, los sistemas autoritarios, los altamente liberales y permisivos, todo eso que hoy vemos aquí y allá es muy antiguo. Hasta el bikini y la minifalda encuentran en la antigüedad innumerables precedentes.

Tenía razón el Eclesiastés cuando afirmaba: No se hace nada nuevo bajo el sol. Una cosa de la que dicen: Mira esto, esto es nuevo, aun ésa fue ya en los siglos anteriores a nosotros (1, 9-10).

Hay, además, un rasgo propio de nuestros tiempos que nos lleva a calificar de viejo al mundo moderno: la falta de alegría. Hoy los hombres y los pueblos viven como abrumados; en todas partes reina la insatisfacción, el temor, el pesimismo. Y justamente los pueblos más ricos y desarrollados son aquellos en los que más abunda el derrotismo existencial, la amargura, la neurosis, el suicidio, la delincuencia.

Dos realidades nuevas #

Es verdad, sin embargo, que en el mundo moderno pueden apreciarse dos fenómenos realmente «nuevos»: el progreso científico y el ateísmo.

Pero el primero, el espectacular progreso de la ciencia, no pertenece propiamente al «mundo», en la acepción bíblica y teológica que venimos dándole. En ese progreso han colaborado lo mismo cristianos y paganos: la ciencia y la técnica modernas pertenecen igualmente a la Iglesia y al mundo. Más aún, podríamos decir: una gran parte -quizá la mayor parte- de los progresos actuales de las ciencias positivas han sido y son debidos a hombres creyentes, concretamente, a cristianos.

El otro fenómeno nuevo del mundo actual es el ateísmo, tanto teórico como práctico. Este fenómeno, en la escala que hoy se produce, sí que es nuevo, y sí que pertenece exclusivamente al mundo. Pero es una actitud humana que, siendo nueva, al menos como amplio fenómeno social y cultural1, no tiene nada de positivo. En palabras de Pablo VI, «debemos reconocer desgraciadamente que el diagrama de la religiosidad gira hacia la negación. Lo hemos dicho en otras ocasiones: la indiferencia, la duda, el rechazo, la hostilidad hacia la religión, señalan un crecimiento negativo, al menos en las conclusiones especulativas y prácticas. Todo tiende a excluir a Dios del pensamiento y de las costumbres. La vida se hace cada vez más profana, laica, secularizada»2.

Es desoladora la situación de un mundo que se aleja de Dios. Terminará aborreciéndose a sí mismo. Por eso justamente, porque nuestro mundo moderno está tan harto y cansado de sí mismo, por eso prodiga con tal abundancia el prestigioso vocabulario de lo nuevo, es decir, de aquello que se promete como distinto de lo actualmente vigente y acostumbrado: «nuevo modelo», «orden nuevo», «nuevo estilo», «nueva ola», «nuevos filósofos», «arte nuevo», «nueva línea», «nueva sociedad», «hombre nuevo». Vana ilusión, palabras engañosas. El mundo viejo no tiene creatividad alguna para lo verdaderamente nuevo.

Radical novedad del Reino #

La única novedad decisiva introducida en la historia humana es la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios nacido de María Virgen, muerto en la cruz por nuestros pecados, resucitado al tercer día de entre los muertos, y constituido para siempre Señor del cielo y de la tierra. Él es el nuevo Adán, el que nos comunica el Espíritu Santo, el que inicia una nueva humanidad, una nueva raza de hombres, un nuevo sistema de vida. Los textos del Nuevo Testamento –y éste sí que es realmente nuevo– nos lo aseguran una y otra vez: El primer hombre (Adán) fue de la tierra, terreno; el segundo hombre (Cristo) fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los (hombres) celestiales (1Cor 15, 47-48). El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo (2Cor 5, 17). Por eso exhorta el Apóstol: Dejando vuestra antigua conducta despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas (Ef 4,22-24).

Atención aquí: no se trata en el cristianismo de una renovación que afecte solamente a las ideas, a las costumbres. La renovación producida por el Espíritu de Jesús es antes que eso, y fundamentalmente, una transformación del mismo ser del hombre. Es, sin duda, una renovación moral, pero antes, y sobre todo, es una renovación ontológica. El cristiano, efectivamente, es una nueva criatura; ya no es un hombre viejo, sino nuevo (Rm 6, 6; Ef 2, 15; Col 3, 10); no es ya terreno, sino hombre celestial (1Cor 15, 47); ya no es hombre carnal y animal (St 3, 15; 1Cor 2, 14), sino espiritual (1Cor 3,1-3). Y es hombre espiritual y renovado, porque le ha sido infundido el Espíritu Santo que renueva la faz de la tierra (Sal 103, 30). Veamos, si no, en dos relatos paralelos cómo Dios constituyó, al principio de la creación, al hombre viejo, y cómo formó en Cristo el hombre nuevo: Formó Yahveh Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado (Gn 2, 7).

Cristo resucitado se presenta a los discípulos, que son aún hombres viejos, adámicos, sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 22}, y así fueron hechos hombres nuevos, espirituales, deificados, participantes de la naturaleza divina (2P 1, 4).

De este modo, Cristo, el nuevo Adán, el primogénito de toda criatura (Col 1,15), viene a ser primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). Estos hombres nuevos, que bien merecen el nombre de «cristianos» (Hch 11, 26), no han nacido de la carne y de la sangre, sino de Dios (Jn 1, 13); han nacido de nuevo, esta vez del agua y del Espíritu (Jn 3,5).

En el mensaje de Jesús hay una radical novedad que tiene potencia para iluminar todas las situaciones humanas y todas las épocas de la historia. El reino de Dios anunciado por Jesús es una realidad interior del hombre, en verdad, el reino de Dios está dentro de vosotros (Lc 17, 21), que es la fuerza que puede generar estructuras justas y dignas para que el hombre realice su vida y posibilidades. El reino de Dios es una vida de espíritu que se desarrolla y esparce entre los hombres, dando origen a relaciones sólidas y firmes de amor, fidelidad y respeto.

La tradición hebraica enseñaba la creencia en un Dios único, garantizador del orden moral en el mundo de los hombres. Un Dios que escogió un pueblo y le ayudó en sus dificultades. La última tradición hebraica, la de los profetas, anunciaba, después de un periodo de desgracias, la renovación del pueblo hebreo y su resurgimiento hasta alcanzar una potencia material y moral que haría de él el instrumento directo de Dios para su dominio en el mundo.

Pero Jesús llama a todos los hombres de «buena voluntad», cualquiera que sea su raza, cultura y posición social; quita a la anunciada restauración todo carácter temporal y político, y hace de ella una renovación que debe realizarse en el interior de las conciencias y así transformar la vida de cada hombre. Solamente de esta forma es posible que el hombre encuentre su propia identidad, y viva en una sociedad en que la familia, las instituciones y la cultura estén al servicio de la vocación auténtica del ser humano. Las estructuras sólo cambian cuando cambian los hombres. Es más, realmente son lo que son los hombres que las organizan.

Jesús, a la ley del Viejo Testamento le impone un horizonte y una grandeza nueva: oísteis que se dijo, pero Yo os digo. La ley del ojo por ojo es transformada en la nueva ley cristiana del amor: amad a vuestros enemigos. Hemos de perdonar porque debemos amar. El perdón goza de libertad. El corazón se ensancha y da paso a la generosidad y magnanimidad. Tenemos que amar como Jesús nos ama. Él es perdón viviente. Redención es el núcleo de la existencia cristiana: tiene que adquirir un valor práctico en nuestra vida. No podemos ser redimidos sin que el espíritu de la redención actúe en nosotros. No podemos gozar de la redención sin contribuir a ella. Y nuestra contribución está en el amor al prójimo.

En la predicación de Cristo, Dios es el Padre, el que ama, el que consuela, el que está cerca de los hombres. La comunidad humana que debe salir de la predicación de la buena nueva es una comunidad fundada en el amor. Jesús viene a exponer un nuevo sistema de vida porque ser cristiano significa vivir del Espíritu de Dios revelado por Cristo: la paternidad de Dios. Si no os hacéis como niños. El niño lo ve todo en función de su padre y de su madre. Todo le llega a través de ellos. Sus padres están en todas partes, son para él origen, medida y orden. La infancia espiritual, en el sentido en que la proclama Jesucristo, es lo mismo que la madurez cristiana: el amor a Cristo a través del amor a los demás para formar una sociedad en la que los hombres se vayan amando como Cristo nos ama. Este amor no es sólo un acto determinado, sino el más grande y primer mandamiento del que todo pende.

Conciencia de lo nuevo en la Iglesia #

El cristianismo primitivo tuvo una clara conciencia de que el hombre viejo no podía producir un mundo nuevo. Ya lo dijo Cristo: Lo que nace de la carne es carne; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu (Jn 3, 6). Y lo mismo San Pablo: La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios (1Cor 15, 50); lo que, aplicado a nuestro tema, podría traducirse: los hombres viejos y carnales no pueden producir un nuevo y perfecto sistema de vida.

La Iglesia antigua hubo de vivir en un mundo descontento de sí mismo, carente de grandes y nobles proyectos estimulantes, desanimado, lleno de cansancio y confusión: un mundo semejante al nuestro actual. La Iglesia tuvo entonces una viva conciencia de poseer en sí misma una inmensa fuerza renovadora de la historia; la fuerza de Cristo, resucitado de entre los muertos, la fuerza irresistible del Espíritu Santo. Estando entonces la Iglesia perseguida, hostilizada por el mundo, despreciada por los intelectuales, sin poder económico, político o cultural, hallándose socialmente marginada, tuvo clara conciencia de que había en ella fuerza para renovar completamente el mundo: confiaba, como dice San Pablo, en la excelsa grandeza del poder (de Dios) para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa energía, que Él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero (Ef 1, 19-21).

Hoy necesitamos los cristianos recuperar el impulso de este optimismo histórico que caracterizó a la Iglesia de los primeros siglos y reavivar en nosotros la fuerza de aquella inmensa esperanza puesta en Cristo, Señor de la historia.

Dos documentos de la antigüedad nos ayudarán a evocar ahora aquel fortísimo impulso renovador de la Iglesia naciente. Extractaré, en primer lugar, algunos textos de la Carta a Diogneto, precioso documento de finales del siglo II. Aquel autor anónimo recibió de Dios, sin duda, grandes luces para comprender qué son, qué están llamados a ser los cristianos en medio del mundo. «Dios misericordioso permitió que a nuestro arbitrio nos dejáramos arrastrar por nuestros desordenados impulsos…; no porque aprobase aquel tiempo de iniquidad, sino porque era el creador del presente tiempo de justicia, de modo que… una vez que habíamos puesto de manifiesto que por nuestra parte no seríamos capaces de tener acceso al reino de Dios, el poder de Dios nos concediese tal posibilidad»3.

Es el mismo tema de San Pablo: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20). Concretamente, no pocos países principales, que estaban hundidos en la mayor perversión intelectual y moral, iban a ser levantados por el Evangelio de Cristo a una altura imprevista, a una dignidad insospechada, para salvación de otros muchos pueblos y naciones.

Sigue el texto: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres porque vivan en una región diferente, así como tampoco por su idioma o sus vestidos… Viven en ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le ha caído en suerte; siguen las costumbres locales en su modo de vestir, de alimentarse y de comportarse, manifestando al mismo tiempo las leyes extraordinarias y verdaderamente paradójicas de su república espiritual. Son ciudadanos de sus respectivas patrias, pero sólo como extranjeros domiciliados … Se casan como todos, y tienen hijos, pero no abandonan a los recién nacidos. Participan todos de la misma mesa, pero no del mismo lecho. Viven ‘en la carne’, pero no ‘según la carne’. Habitan en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Se atienen a las leyes establecidas, y con su estilo de vida superan las leyes…».

«Para decirlo de una vez: lo que es el alma al cuerpo eso mismo son los cristianos en el mundo. El alma habita, desde luego, en el cuerpo, pero no procede de él; así también los cristianos habitan en el mundo, pero no son del mundo… La carne persigue y hace la guerra al alma, sin haber recibido agravio alguno de ella, sino porque le prohíbe disfrutar de los placeres (malos): igualmente el mundo odia a los cristianos, no porque hayan recibido agravio alguno de ellos, sino porque se oponen a sus placeres (pecaminosos). El alma ama a la carne, aunque ésta la odia, y a sus miembros: también los cristianos aman a quienes les odian… El alma mejora maltratada en la comida y la bebida; y los cristianos aumentan cada día en medio de los suplicios. Dios fue quien les puso en tal condición, y no les está permitido desertar de ella»4.

Grandioso texto. En él se refleja la conciencia que la Iglesia primitiva –allá en el siglo II– tenía de que los cristianos estaban llamados a ser alma del mundo. En nada se distinguían los cristianos de los hombres mundanos en los aspectos secundarios y accidentales, pero ¡qué distintos eran –habían de ser– en otras dimensiones profundas y decisivas! Los cristianos, pocos aún, y dispersos en muchos lugares distantes, habían de ser, para la sociedad mundana antigua, lo que es el alma para el cuerpo: principio vivificante, dinámico, ennoblecedor. Y tal misión habían de cumplir, aunque por ella recibieran en pago el odio del mundo: «Dios fue quien les puso en tal condición, y no les está permitido desertar de ella».

Eso es lo que pensaban de sí mismos aquellos cristianos del siglo II, pocos, acorralados, ridiculizados, marginados, despreciados y perseguidos. Tenían fe en Cristo resucitado, y por eso estaban ciertos de ser un débil esqueje destinado a crecer en un árbol frondoso en el que las aves del cielo vienen a anidar en sus ramas (Mt 13,32).

El segundo documento que quiero ofreceros es del siglo IV, de la época en que las instituciones y los pueblos del Imperio se abrieron completamente al Evangelio, con ocasión de la conversión de Constantino. San Gregario de Nisa, en un texto admirable, contempla la resurrección de Jesucristo como el inicio grandioso de una humanidad nueva y de un mundo nuevo. Todo el universo renace y entra en una completa novedad de vida cuando Cristo Jesús pasa de la muerte a la vida gloriosa. Dice: «Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el imperio de la muerte. Han aparecido otra generación, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza… ‘Este es el día en que actuó el Señor’, día totalmente distinto de aquellos otros del comienzo de los siglos. Este día es el principio de una nueva creación, porque en este día Dios ha creado un cielo nuevo y una nueva tierra. ¿Qué cielo? El firmamento de la fe en Cristo. ¿Y qué tierra? El corazón bueno que, dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y produce abundantes espigas… En este día es creado el verdadero hombre, aquel que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es, pues, un nuevo mundo el que empieza para ti en ‘este día en que actuó el Señor’?»5

El cristianismo, efectivamente, mostró en la historia su formidable fuerza renovadora de hombres, instituciones y pueblos. Al paso de los siglos, y asumiendo todo lo valioso del mundo viejo y decadente, alumbró un mundo nuevo, una vida nueva, una nueva jerarquía de valores, un sistema nuevo de vida. Dio valor al sufrimiento, a la pobreza y a la paz, fomentó la unidad del matrimonio, la igualdad básica entre hombre y mujer, esclavo o libre, griego, romano o bárbaro; suavizó las costumbres crueles, institucionalizó la compasión y la misericordia, renovó profundamente la vida política, cívica, pedagógica, artística; impulsó el sentido de fidelidad, de lealtad, de obediencia a las autoridades; creó nuevas formas de vida admirable en familias, pueblos, parroquias, monasterios, universidades, talleres, gremios y naciones.

Todas las realidades humanas, ciertamente, tienen su lado negativo. Toda cosa bajo el sol, por buena y bella que sea, arrastra inevitablemente su sombra respectiva. Pero es necesario reconocer que la contribución de la Iglesia para la renovación histórica del mundo ha sido siempre, como lo es hoy, indeciblemente amplia, profunda y valiosa. Sencillamente, el cristianismo ha producido en la historia de la humanidad las formas de vida individual, familiar y social más altas y preciosas. Incluso hemos de decir que las innegables virtudes que hoy pueden apreciarse en naciones institucionalmente alejadas de Cristo, son en el fondo virtudes evangélicas ocultas, modificadas, disfrazadas, pero que tienen su última raíz en el ámbito espiritual bellísimo del Evangelio.

La radical diferencia #

En todas las épocas de la historia se da la radical diferencia entre el concepto y la realidad del hombre sin Cristo, y el hombre que quiere ser hombre a la luz de Cristo. Es el contraste entre las tinieblas y la luz. Por eso Cristo revela a Dios como la luz de los corazones, tregua en la fatiga, paz en el llanto, huésped de los hombres, lluvia en la sequía, plenitud en el vacío, triunfo sobre el dominio de la culpa, frescor en el bochorno.

Los hombres no se han encontrado a sí mismos nunca en la imagen que les han ofrecido los idealismos, los materialismos, los positivismos de diverso signo que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. Lo único a que se ha llegado es a descubrir algún aspecto olvidado en el análisis de la condición humana. Se habla del hombre, pero en realidad no se le ve. Lo único que se logra es construir seres mutilados, gigantes con pies de barro, personalidades imposibles, como ha dicho Abbagnano, un historiador de la filosofía, al tratar de lo que Nietzsche quería para el hombre. Se le somete a experiencias y se le oprime o se le desenraiza. Se le encuadra en categorías mecánicas, biológicas, psicológicas, sociológicas, variantes distintas de la misma voluntad de convertirlo en una sustancia del orden de la naturaleza, sea de la índole que sea. Se le ofrecen criterios que acaban en subjetivismos que hunden toda validez y sumergen al hombre en la violencia de la degeneración; o le someten a extrañas voluntades ordenadoras que le aplastan bajo la fuerza y el poder del autoritarismo.

Pero la auténtica libertad se apoya en algo incondicionado, y tiene tanto de obligación como de derecho. No tiene sentido exigir libertad «de» si antes no se ha visto y se ha querido la libertad «para» los grandes valores de la existencia personal. Quiénes somos nosotros, sólo podemos saberlo a la luz de Aquél que nos ha dado el ser. A la altura que estamos de la historia de la humanidad, contemplamos ya el espectáculo extraño y grotesco de lo que puede hacer el hombre sin Dios, o en la medida en que se aleja de Él, y se deja dominar por su ambición y egoísmo.

La sal desvirtuada #

Hoy los cristianos han de reafirmar su fe en que están llamados a ser alma del mundo: sal que preserva al mundo de la corrupción (Mt 5, 13), luz que ilumina las tinieblas del mundo (Mt 5,14), fermento destinado a transformar la masa humana en pan eucarístico ofrendado al verdadero Dios (Mt 13,33).

Pero, por desgracia, son muchos los cristianos que no son sino sal desvirtuada que para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres (Mt 5, 13); o luces escondidas bajo una tapadera (5, 15), porque se avergüenzan de confesar a Cristo entre los hombres (Mt 10, 33). Hoy son numerosos los cristianos que siguen admirando a la Bestia, y reciben su marca en la frente [en sus criterios], y en la mano [en la conducta] (cf. Ap 13, 16; 14, 9-10). En efecto, dice el Apocalipsis que el Dragón infernal dio grandes poderes a la Bestia que manda en el mundo: Toda la tierra seguía admirando a la Bestia… A ella se le dio una boca que profiere palabras llenas de arrogancia y de blasfemia… Le fue otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue concedida autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. La adoraron todos los moradores de la tierra, cuyo nombre no está escrito, desde el principio del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado (Ap 13, 2-8).

Desde luego, si los cristianos aceptan el pensamiento y la conducta del mundo, ninguna fuerza tendrán para renovarlo y para suscitar en él un sistema de vida nuevo y mejor que el hoy vigente. Un cristianismo mundanizado ¿acaso vale para algo? ¿Tiene una razón de ser? ¿Alguna utilidad o significado? No vale para nada, sino para que lo pisen los hombres con desprecio. Y cuántos son hoy los bautizados que olvidaron su fe, y que con un entreguismo lamentable (¡que ellos estiman como virtud, como cumplimiento de la ley de la «encarnación», como lucidez para saber leer «los signos de los tiempos»!) se asemejan en todo a los hombres mundanos, avergonzándose del Evangelio y de la luz de Cristo (2Tim 1, 8).

Pablo VI fue testigo dolorido de estas defecciones. Y hace unos diez años pronunció en una Audiencia General estas palabras tremendas: «Hemos sido quizá demasiado débiles e imprudentes en esa actitud, a la cual nos invita la escuela del cristianismo moderno… Hemos andado frecuentemente, en la práctica, fuera del signo. El contenido llamado permisivo de nuestro juicio moral y de nuestra conducta práctica; la transigencia hacia la experiencia del mal, con el sofistico pretexto de querer conocerlo para sabernos defender de él…; la renuncia ambigua y quizá hipócrita a los signos exteriores de la propia identidad religiosa, etc., han insinuado en muchos la cómoda persuasión de que hoy, aun el que es cristiano, debe asimilarse a la masa humana como es, sin tomarse el cuidado de marcar por su propia cuenta alguna distinción, y sin pretender, nosotros cristianos, tener algo propio y original que pueda, frente a los otros, aportar alguna saludable ventaja. Hemos andado fuera del signo en el conformismo con la mentalidad y con las costumbres del mundo profano. Volvamos a escuchar la apelación del Apóstol Pablo a los primeros cristianos: No queráis conformaros al siglo presente, sino transformaos con la renovación de vuestro espíritu (Rm 12, 2); y la del Apóstol Pedro: Como hijos de obediencia, no os conforméis a los deseos de cuando errabais en la ignorancia (1 Pt 1, 14). Se nos exige una diferencia entre la vida cristiana y la profana y pagana que nos asedia; una originalidad, un estilo propio. Digámoslo claramente, una libertad propia de vivir según las exigencias del Evangelio. Hoy es necesario una ascesis vigorosa, tanto más oportuna hoy cuanto mayor es el asedio, el asalto del siglo amorfo, o corrompido, que nos circunda. Defenderse, preservarse, como quien vive en un ambiente de epidemia»6.

El Evangelio de la interioridad y el apostolado #

Hoy el mundo tiene una apremiante necesidad de la Iglesia, de la verdadera Iglesia de Cristo. No le defraudemos. Estando el Apóstol San Pablo en Tróade –ciudad de Asia Menor, que está en la costa, mirando a Grecia–, tuvo de noche una visión. Un varón macedonio se le puso delante, y rogándole, decía: «Pasa a Macedonia y ayúdanos». Luego que tuvo la visión, al instante buscaron cómo pasar a Macedonia, seguros de que Dios los llamaba para evangelizarlos (Act 16, 8-10). ¡Iba a ser la primera vez que el Evangelio entraba en Europa!

También hoy el mundo moderno, entristecido y paralizado en su confusión, nos dice a los cristianos: Venid a ayudadnos. Y nosotros hemos de responder a esa apremiante llamada, seguros de que Dios nos llama para evangelizar al hombre actual. Es lo que está haciendo el Papa, incansable en sus viajes, y repitiendo en todas partes la misma enseñanza de Cristo. Algún día darán su fruto esos cinco minutos de mirada silenciosa y llena de respeto entre él y el jefe del budismo, en la gran pagoda de Tailandia. Entró en ella el Papa descalzo y humilde, pero seguro de que, con esa mirada, estaba ofreciendo la verdad de Cristo.

El mundo está hoy a oscuras, extraviado, confundido por mil voces engañosas y contradictorias, sujeto al que es Padre de la Mentira y Príncipe de las Tinieblas. Necesita urgentemente a Cristo, el que dijo con verdad: Yo soy la Luz del mundo, el que me sigue no anda en tinieblas (Jn 8, 12). Necesita a la Iglesia, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad (1Tim 3, 15). Necesita a los cristianos, pues nosotros tenemos el pensamiento de Cristo (1Cor 2, 16). Obedezcamos, pues, al Apóstol, que quiere que seamos irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha, en medio de esta generación mala y perversa, entre la cual aparecéis como antorchas en el mundo, llevando en alto la Palabra de la vida (Fil 2,15-16).

El hombre mundano, hoy como siempre, está preso del pecado. Ningún humanismo autónomo, sea del signo que sea, tiene capacidad para liberarle de él. La servidumbre esclava del pecado es crónica en el hombre, en todas las culturas, bajo todos los sistemas políticos, económicos o sociales. Cualquier hombre de cualquier época habrá de decir con el poeta latino: Video meliora proboque, deteriora sequor, o con San Pablo: No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (Rm 7, 19). Pues bien, el mundo necesita absolutamente a la Iglesia, pues es ella la que puede acercarle al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29).

Los hombres mundanos de hoy no saben amar. Se dividen los pueblos en partidos contrapuestos, se enfrentan las naciones, los ricos no ayudan de verdad a los pobres, se distancian los hijos de los padres, y hasta el mayor amor, el amor conyugal, se quiebra, se rompe y se separa. Está claro que necesitan apremiantemente estos hombres el Evangelio de Cristo para aprender a amarse los unos a los otros. Necesitan recibir el Espíritu Santo para poder amar como Cristo nos amó. En una palabra, necesitan ser cristianos, poder decir con nosotros: El amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5).

El hombre actual está apresado por el mundo, condicionado, sujeto y oprimido por él. La propaganda política, tantas veces mendaz, abominable, audaz, ambiciosa; la constante estimulación comercial, frecuentemente creadora de necesidades falsas; los medios de comunicación social, con la televisión a la cabeza, en tantas ocasiones verdadero «opio del pueblo», hacen que el hombre no viva desde sí mismo, sino desde el medio que le circunda y presiona. ¿Quién podrá librar al hombre de esa esclavitud del mundo? ¿Quién podrá cortar esas cadenas invisibles que le hacen siervo humillado del mundo? Solamente Jesucristo. Solamente aquel que pudo decir con verdad: Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33). Solamente la fe cristiana, pues ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1Jn 5, 4).

El mundo de hoy está triste, porque no tiene vida. Necesita a Cristo, que puede comunicar vida, vida abundante, vida eterna (Jn 10, 10). El mundo está triste porque no se sabe amado, porque desconoce el amor de Dios. Pero nosotros, los cristianos, somos los que hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene (1Jn 4, 16). El mundo está triste porque sufre la amargura sin consuelo de la soledad. Nosotros, los cristianos, hemos de conseguir que viva en comunión con nosotros; y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1Jn 1, 3). El mundo está triste, y sus hombres andan como ovejas sin pastor (Mc 6, 34). Hemos de presentarles al Buen Pastor, que dio su vida para congregar en la unidad a cuantos andaban dispersos (Jn 11, 52).

El mundo actual, por mucho que multiplica sus placeres y diversiones, sufre la natural tristeza de quien se sabe condenado a muerte. No sabe que la muerte ha sido vencida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? … Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo (1Cor 15, 55-57).

Con la poderosa eficacia de la Palabra divina, digamos a nuestros hermanos sin fe: Alegraos siempre en el Señor; de nuevo os digo: alegraos (Filp 4,4). Anunciémosles que hay para ellos una Buena Noticia: El tiempo es corto… Pasa la apariencia de este mundo (1Cor 7, 29-31). Vi un cielo nuevo y una tierra nueva porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido… Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo de/lado de Dios… El mismo Dios será con los hombres, y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado. Y dijo el que estaba sentado en el trono. He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 1-5).

Dos elementos esenciales en la actitud del cristiano #

Hay dos elementos esenciales en la revelación cristiana para la tarea del hombre en el mundo: lo contemplativo y lo ascético. Por el primero, el hombre entra dentro de sí, en su interior. «Buscaba a Dios en todas partes, y lo vine a hallar dentro de mí» (San Agustín), «en el interior del hombre habita la verdad», y desde allí su mirada descubre el sentido de todo. En virtud de esta interioridad, se hace pie en uno mismo y se forma el auténtico núcleo personal que es más fuerte que las propagandas, los eslóganes y las consignas. La contemplación evita la superficialidad, la trivialización, el hechizo de lo novedoso y momentáneo, y da fuerza frente a los abusos del poder y los sensacionalismos de la propaganda. De la interioridad brotan las actividades más fecundas y se alcanzan las más ricas perspectivas de la vida.

Y junto a la contemplación, el otro elemento indispensable para dar la fuerza, con la cual el hombre responde a la luz del Espíritu Santo: lo ascético. La lucha ascética vigoriza y templa el espíritu y le hace fuerte para oponerse al desenfreno del consumo y el placer, a la dictadura de la ambición y el afán de ganancia. Esta postura ascética, tan repudiada hoy, no es rechazo de la vida, sino al contrario, deseo de una vida más libre y valiosa. Amar la vida no es hacer de ella un ídolo. Sin el esfuerzo ascético la existencia se desorganiza, se descentra. A cada instante se quema algo, y se va de fracaso en fracaso. En el Sermón del Monte se nos pone de relieve la bienaventuranza y felicidad de los hombres en los que arraiga la bondad, el silencio, la caridad, el amor. Los que posean estas virtudes heredarán la tierra: serán los señores en el nuevo orden de las cosas, y su postura no será debilidad, sino fuerza capaz de dominar por la sola verdad.

La llamada del Concilio y de Juan Pablo II #

El misterio del hombre sólo queda esclarecido dentro del misterio del Verbo Encarnado. En Cristo se le revela plenamente al hombre el sentido de su vida y de su altísima misión; el sentido de su actividad en el mundo; el trabajo como el desarrollo de la obra de Cristo; la comprensión de que, cuanto más se acrecienta su poder, más universal se hace su responsabilidad individual y colectiva. El mensaje cristiano obliga a los hombres a la construcción de un mundo mejor. Y señala también la norma que se ha de seguir: procurar el auténtico bien del género humano y que cada uno pueda atender al cultivo y cumplimiento de su vocación integra. Lo que siempre es nuevo en la sociedad, en la Iglesia, en el sacerdocio, en la familia, en la vida religiosa y en el trabajo, es la eterna exigencia del misterio de Cristo, cada vez mejor conocido, asimilado y vivido. El Espíritu de Dios hace surgir la nueva creación en el mundo envejecido a través de la actuación de los hombres, religados con Dios de modo vivo. Por eso la fe es un factor decisivo en la historia. Hombres nuevos son los santos, los buenos cristianos; que son luces en el camino, promotores de paz, de ayuda y bienestar. La fuerza del Espíritu se manifiesta en ellos y les impulsa al desarrollo de obras que contribuyen a lograr un mejor desarrollo de la sociedad. Y todo esto no por afán de lucro, ganancia, poder, sino porque aman como Cristo amó y dan lo mejor de sí en favor de los demás.

Ahí tenemos la eterna novedad del cristiano presentada por Juan Pablo II en sus Encíclicas Redemptor hominis, Dives in misericordia, Familiaris consortio, Salvifici doloris… Tendrían que ser objeto de lectura contante en nuestros ambientes, en nuestros hogares, Seminarios, Comunidades, Movimientos Apostólicos. Lo cristiano es Cristo. No hay doctrina, ni estructura, ni valores éticos, ni actitudes religiosas cristianas que puedan separarse de la persona de Cristo. Lo cristiano es Cristo, la vida nueva que a través de Él nos llega y la relación que a través de Él podemos mantener con Dios y con los demás hombres. Una vida es cristiana en tanto que su acontecer diario está determinado por Él. En el obrar cristiano la persona histórica de Cristo ocupa el lugar de la norma general. Lo que hace posible la buena nueva en cada momento de la historia, en cada vida humana, es la persona de Jesús. El cristianismo es la religión del amor a Cristo; el amor a Cristo es la actitud que presta sentido a cuanto es.

Jesús es amor. Dos palabras hay, en la Ultima Cena, que Jesús nos dice insistentemente: POR VOSOTROS. Sólo podremos respirar en la libertad de la salud cuando ese por vosotros llegue a la raíz de nuestro corazón, de nuestra vida. La vida va a brotar de la muerte que sólo puede Él sufrir. Esa muerte que acepta y a la que se entrega. Por vosotros, eso es su amor. Y de aquí brota la Eucaristía. La institución de la Eucaristía y la Muerte y Resurrección de Jesús son un solo y único Misterio. El amor que le impulsa a ir a la muerte por nosotros es el mismo que le hizo dársenos por comida. por compañero de camino, por hogar y amigo en el sagrario. Por vosotros, todo: espíritu. Fidelidad, cuerpo, sangre. El Señor fue a la muerte para entrar por la resurrección, en aquel estado en que quería darse a cada uno en todo tiempo.

Y ahora, el que murió vive en nosotros. Yo soy la vida, y vosotros los sarmientos. El sarmiento no puede dar fruto por sí mismo; nosotros tampoco si no estamos en Él. El amor es don de sí, ésta es la única forma de vida para el cristiano que permanece en Cristo.

Trágico error #

Trágico error es haber entendido, como nuevo sistema de vida, una actitud de la Iglesia (sacerdotes, religiosos, seglares, familia, liturgia, fe, moral) respecto al mundo, de cesión, abdicación, de diálogo en plano de igualdad, de relativización, de rebeldía, de grupos y tendencias, de subjetivismos. En lugar de acercarse más al mundo para redimirle, lo que logran es que el mundo se acerque más a la Iglesia para contaminarla y desfigurarla.

Nadie que tenga conciencia de su condición de hombre dirá hoy que se encuentra a sí mismo en la imagen de hombre que le han ido ofreciendo las distintas concepciones, ni siquiera las de la Edad Moderna, ni los más próximos idealismos, positivismos y materialismos. Tampoco como lo ve el existencialismo. No se ve al hombre a la luz de estas posturas. La Revelación, que procede de la libertad de Dios, asume todo lo humano dentro de su armonía, y nace así la estructura cristiana de la vida. Como consecuencia de esta armonía, de esta «vida cristiana», brotan en el hombre energías que en sí son naturales, pero que no se hubieran desarrollado fuera de esa «simbiosis». Aparecen valores que son evidentes, pero que sólo pueden ser realizados bajo esta luz.

Y esto es así porque el amor de Cristo supera todo, y nos lleva a vivir una existencia regida por este amor. Cuanto hiciereis a uno de estos pequeños a mí lo hicisteis. Detrás de todo esto está el hecho de que los hombres son personas amadas por Dios, amadas hasta el punto de hacerlas hijas y herederas. El Padre es el que me presenta a mi hermano en el camino de la vida para que le ayude. Cristo aporta la claridad a la historia. Desde Él viene la luz sobre la confusión que atraviesan todas las elecciones humanas y la misma situación del hombre en el mundo: trabajo, poder, autoridad, bienes, fidelidad matrimonial, respeto a los compromisos y deberes, lo sagrado de la vida humana desde su gestación hasta la muerte, sentido de la propiedad. El cristianismo es nuevo por esencia y para siempre porque los que viven renacen a una nueva vida en sus situaciones concretas y diarias.

Por eso son graves las consecuencias de querer secularizar el mensaje de Cristo en cualquier campo y en cualquier aspecto de la vida individual y social.

No puede debilitarse la conciencia de obligación para con Dios, ni de persona a persona. Es un error reducir al dominio de lo naturalmente humano actitudes y motivaciones morales que están condicionadas por la fe cristiana. Y si se les arranca de su raíz, sencillamente se secan, se caricaturizan. Ya es hora de que desconfiemos de retóricas humanitaristas que nutren ilusiones perjudiciales sobre la realidad del hombre y que en realidad la deshacen. ¿A título de humanidad, leyes de divorcio, aborto, negación de la libertad de los padres para poder elegir de hecho, todos, ricos y pobres, la educación que quieren para sus hijos? ¿A título de humanidad, jóvenes débiles sin exigencia moral, sin sentido del deber? ¿A título de humanidad, llegar a todo tipo de prostitución y degeneración humana? ¿A título de humanidad, toda clase de desvirtuaciones en Seminarios, Noviciados, Comunidades?

Cada época tiene su forma peculiar de paganismo. También hay que ver en los signos de los tiempos los que no favorecen una vida cristiana. La fe en Cristo y en su Buena Nueva tiene que verse libre de las secularizaciones que la degradan. La autenticidad cristiana no está en ajustar el comportamiento a las vicisitudes de los propios sentimientos, intuiciones, inclinaciones, propagandas, sino, por el contrario, en garantizar la fidelidad fundamental, las elecciones decisivas, contra los vaivenes de la sensibilidad, las modas y las debilidades. Esta sí que es una ley de humanismo cristiano: la fidelidad al mensaje de Cristo, a los compromisos adoptados. La Iglesia defiende lo humano contra lo que tiende a destruirlo. Cristo resucitó, y su resurrección revela que la vida de la libertad y de la bienaventuranza queda ya como semilla pronta y vigorosa para crecer en la estrechez y dolor de la tierra. Cristo resucitó y así conquistó y redimió para siempre el núcleo más íntimo de todo ser terrenal. Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios. La resurrección de Jesús es el comienzo que cada uno de nosotros tenemos que continuar. Él tiene que resucitar del centro de nuestro ser, donde está como fuerza y promesa. Por eso nuestra Santa Madre la Iglesia quiere llevar la vida humana de todos sus hijos a zonas mas profundas que las superficiales de la sensibilidad, el gusto, la ambición, los egoísmos y los pequeños intereses personales. Busca los medios para que triunfemos de la inevitable dificultad y saciedad de ciertas horas. El tiempo sólo gasta las cosas triviales y que mueren, y hace mas profundas las del espíritu.

Conclusión:
Un nuevo sistema de vida en la sociedad de hoy exigiría… #

Esto es lo que ha querido el Papa, con la celebración del Año Santo de la Redención que acabamos de vivir, una vida cristiana seria y llena de confianza en Cristo, el Redentor del hombre. Con la fe en Cristo, con la certeza de que Él es el Camino, la Verdad y la Vida, tendremos la esencial fuerza de la esperanza, la vitalidad de la vida humana. Podremos acometer con ánimo, una y otra vez, las tareas de nuestra vida, viviremos con gozosa seguridad, a pesar de todos los pesares, de que no trabajamos en balde. Haremos nuestra obra, el querer de Dios sobre nosotros; y sabremos que cuando fallen nuestras fuerzas, Cristo nuestro Redentor está con nosotros, porque estoy persuadido que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá arrancarnos el amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor (Rm 8, 38-39).

Buscamos y anhelamos plenitud, eternidad, inmortalidad, lo perenne, lo que no puede ser sepultado. Entendemos las palabras del Señor: poned vuestro corazón en tesoros que no roe la polilla, ni deshace el tiempo. El mensaje de la redención es lo que más favorece el desarrollo de lo humano que haya sobre la tierra: Dios nos ha vivificado.

No se trata de una idealidad, ni de algo lejano o abstracto. Es toda nuestra realidad concreta individual y social la que ha sido vivificada. Resucitó Cristo para mostrar que El nos ha transformado en hijos y herederos. Y ha hecho de nuestra tierra la casa gloriosa e inmensa del Dios viviente. No resucitó para evadirse de nuestra realidad; lo que llamamos resurrección es el primer síntoma de que todo ha cambiado. Su resurrección es la primera erupción de un volcán, que muestra que en el interior del mundo arde ya el fuego de Dios. Todo está esperando su glorificación.

«Él está en la historia de la tierra, cuya ciega marcha, con todas sus victorias y todos sus principios, camina con inquietante precisión hacia su di a, hacia el día en que su gloria, transformándolo todo, romperá por entre sus propias profundidades. Él está en todas las lágrimas y en toda muerte, como el júbilo oculto y la vida que vence cuando parece morir. Él está en el mendigo, a quien damos una limosna, como la oculta riqueza que se da al que da. Él está en las míseras derrotas de sus siervos, como la victoria, que es de Dios solo. El está en nuestra impotencia, como el poder que puede permitirse parecer débil, porque es invencible. Él está hasta en medio del pecado, como la misericordia del amor eterno que es paciente hasta el fin. Él está como la ley más secreta y la más íntima esencia de todas las cosas, que triunfa y se impone, aun cuando todos los órdenes parecen disolverse. Está con nosotros como la luz del día y el aire… Está ahí, como el corazón de este mundo terreno, como sello secreto de su validez eterna»7.

La historia no es un proceso que transcurre por necesidad en formas determinadas, es un acontecer que ha de ser querido por si mismo. La vida social, la cultura, las instituciones las hacemos los hombres, y tenemos en cada momento lo que nosotros mismos fabricamos. Esta es nuestra responsabilidad: lograr el verdadero sentido de la vida, seguridad de juicio, sensatez; ser capaces de ordenar nuestra existencia, tanto más cuanto más vamos teniendo en las manos: poder y energías cada vez más fuertes. Un nuevo sistema de vida en la sociedad de hoy, después de tantas filosofías y ensayos de organización, exige lo que puede dar a los hombres: alegría, amor serio, horizontes y grandeza en su vida. Nuestras raíces no pueden aflojarse, nos destruimos si nos convertimos en seres que obran a merced de ambiciones, egoísmos, caprichos. No se trata de inventar algo mejor en esta o en aquella relación, se trata de no perder el sentido de la vida. Y no sólo no perderlo, sino engrandecerlo y mejorarlo. El conjunto de la vida, la obra humana, tiene que situarse a la luz de Cristo, verlo todo a la luz de sus palabras: riqueza, sexo, dominio, autoridad, goce, dolor, progreso, muerte también.

Un nuevo sistema de vida viene generado por los hombres que viven bajo el impulso de la caridad, que no mide, sino que crea y da con generosidad; por los que purifican el corazón hasta el punto que el respeto a la dignidad del prójimo domina los deseos de venganza, egoísmo y violencia; por los que con sus actitudes fundan una paz verdadera y liberadora; por los que se elevan por encima del vaivén terrenal que toma represalias y sólo sabe de derechos y reclamaciones; por los que piensan en lo que la libertad es capaz de hacer; libertad cuya regla es el amor de Dios.

En la medida que los hombres tienen como fuente de inspiración de su actuar a Cristo, surge un nuevo ideal moral, la buena voluntad, la interioridad vigorosa, que son las verdaderas potencias que conmueven y estimulan a los demás. Si queremos progresar de verdad, tenemos que desembarazarnos de las trabas que nos atan; buscar ese punto de vista superior de Cristo, desde el que surge la libertad creadora que sólo se da en la caridad. Esta es la fuerza que disuelve las injusticias y las violencias. Porque la caridad es el amor real. no depende en su actuar del estado de ánimo del prójimo. No se limita a no cometer malas acciones. Cuanto quisiéramos que nos hagan a nosotros, hagámoslo a los demás sin condiciones. No hay que esperar a que toda la vida social se fundamente en ese amor para empezar a actuar. Cristo no ha intercalado ningún «si» condicional a sus palabras. Exige que se actúe así.

Esta actitud sólo es posible por la fe. Tenemos que estar persuadidos de que al actuar así surgirá un mundo nuevo, y estaremos al servicio del Dios Creador. Se nos manda realizar, por este estilo de vida, acciones creadoras. La razón pone dificultades alimentadas por el «sentido común» que impera: ¿Cómo podré subsistir, si yo vivo así y los otros no? Son la fe y la esperanza las que vencen. Cada día comprobamos que hemos caído, pero debemos seguir y presentar al Señor nuestros fallos con corazón arrepentido, convencidos de que seremos capaces de cumplir lo que Él nos ordena; que sé de quién me he fiado (1Tim 1, 12) y que Él obra en nosotros así el querer como el obrar (Fil 2, 13).

1 Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Pastoral Gaudium et Spes 7.

2 Pablo VI, audiencia general del 13 diciembre 1972.

3 Carta a Diogneto, cap. 9, 11.

4 Ibíd., cap. 5, 6.

5 San Gregorio de Nisa, Sermones, Oratio in Christi resurrectionem: PG, 46, 603-606. 626-627.

6 Pablo VI, audiencia general, 21 noviembre 1973.

7 Karl Rahner, Fieles a la tierra, Barcelona 1971, 90-91.