Uno solo es nuestro Maestro, comentario a las lecturas del XXXI domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

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Uno solo es nuestro Maestro, comentario a las lecturas del XXXI domingo del Tiempo Ordinario (ciclo A)

Comentario a las lecturas del XXXI domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 3 de noviembre de 1996.

El texto de Malaquías y el evangelio son una denuncia de las actitudes y situaciones de mentira, incoherencias, faltas de honradez, tergiversaciones del mensaje sobre el Reino de los cielos, falta de seriedad en su proclamación, y burda separación entre lo que decimos creer y lo que hacemos.

Tienen ambos un profundo sentido moral práctico y concreto para nuestra vida, aunque la denuncia vaya dirigida a los sacerdotes, fariseos, letrados, a los que tienen alguna autoridad para proclamar el mensaje y la voluntad de Dios sobre los hombres, a los que lo tergiversan y mezclan todo con sus intereses y ambiciones, y exigen a los demás lo que ellos no quieren vivir sinceramente. Ahí está siempre el problema, en la falta de un testimonio y servicio auténtico, que todos entenderían. Muchas palabras ampulosas, barrocas, vagas, pero nada de un serio y cristiano vivir. La vanidad, las ostentaciones, el ansia desmedida de triunfar destruyen incluso las cosas más o menos buenas, que puedan decirse, porque todo suena a falso o a rutinaria palabrería.

Todo ello ilumina nuestra vida para el quehacer diario, y nos exige la sinceridad constante, la coherencia entre lo que decimos y hacemos, entre lo que decimos creer y lo que realmente configura nuestra existencia. No hay nada más anticristiano que la hipocresía farisaica y mendaz. Nos destruye el no guardar los caminos del Señor, fijarnos en las personas para aplicar la ley de distintas maneras, según nuestro trato con ellas, olvidarnos de los lazos de fraternidad, que unen a todos los hombres, no prestar nuestra ayuda desinteresada para aliviar el peso, que soportan los demás, dejar pasar ante nosotros, sin mover un dedo, las necesidades y sufrimientos de los demás. Así nuestra vida cristiana se hace pobre y sin fuerza para despertar el noble deseo de imitarla. Lo que conmueve, inquieta y estimula son las actitudes sinceras y el testimonio, que damos con nuestra actuación. Obras son amores y no buenas razones. El cristianismo es sublime por lo que tiene de Cristo, pero nosotros los cristianos sucumbimos a nuestras propias miserias y perdemos la capacidad de ser testigos de Cristo en la sociedad, en que vivimos.

Uno solo es nuestro Maestro y todos nosotros somos hermanos. El lenguaje de Cristo es claro y terminante: el primero entre vosotros será vuestro servidor. La vida, la vida diaria como servicio, como transparencia de lo que creemos, que Dios es nuestro Padre, y nosotros tenemos que vivir la fraternidad aquí en esta vida. Cristo nos pide insistentemente luchar contra la falsedad en nuestro actuar, y vivir en verdad y en humildad. Esa verdad y humildad fuertes, sin vacilaciones ni ocultaciones, propias de los espíritus grandes y generosos, que son los que transforman la convivencia social.

La sinceridad en la práctica del bien hace posible la verdadera justicia y le confiere plenitud. Pero estamos muy inclinados a engañarnos a nosotros mismos, y por eso necesitamos dejarnos iluminar por nuestro único Maestro y los que viven en conformidad con Él. Si así obramos, seremos capaces de derramar luz también nosotros, no sólo de recibirla, y, viviendo cada uno en su propio estado y condición, contribuimos a mejorar un poco cada día el ambiente, en que vivimos. Hay que leer el Evangelio todos los días y dejar que Cristo nos interrogue y examine como Maestro y como Padre.