Ven, Espíritu Santo

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Ven, Espíritu Santo

Lección inaugural de la VI Semana de Teología Espiritual, pronunciada en la Catedral de Toledo, el 30 de junio de 1980. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, julio-agosto 1980, y en el volumen Vivir en el Espíritu, Centro de Estudios de Teología Espiritual, Madrid 1981, 15-25.

Vivir en el Espíritu es el tema general de la Semana que hoy comenzamos. Dios se ha hecho hombre; ha muerto en cruz, ha resucitado, ha ascendido al cielo y desde allí ha vuelto de una manera diferente, bajo forma de Espíritu y Vida. Cristo, glorificado ya, viene a habitar en los hombres por su Espíritu Santo: el Cristo en nosotros. Ha penetrado de nuevo en el mundo, está de nuevo en los hombres, en la raíz de todo acontecer, en el corazón de cada creyente y de la comunidad de los creyentes, la Iglesia, a la que confiere forma, vida, orientación y unidad.

En el momento en que Cristo abandona su forma histórica, se manifiesta en el Espíritu Santo. Los hombres pasan a ser su Cuerpo, El es espíritu, su principio de vida sobrenatural. Dios se ha hecho hombre para que el hombre viviera de su vida. El primer domingo de Adviento, la Iglesia pide al Señor que le muestre el camino. Se deja llevar de la mano amorosa de Dios Padre y va recorriendo los misterios de su revelación, tal como se presentan a través de las solemnidades del año litúrgico. Pentecostés es el punto final: la comunicación de la vida divina de Cristo a sus redimidos, el hombre nuevo.

«Envía, Señor, tu Espíritu» #

Pensar en Dios como algo irreal y lejano es dañoso. Afirmar de Dios simplemente que es infinito y todopoderoso, produce frialdad. Creer en El y dejarle reducido a un puro dogma es concepto rígido que no penetra en la vida. Dios es para el hombre el que Él mismo revela: el Viviente, el que entra en la existencia humana, lo invade todo, desata esclavitudes, apoya, ensancha. Dios ha venido a nosotros como el Consolador que nos acoge, enseña, penetra y transforma. ¿Hemos pensado seriamente sobre lo que significa que Cristo nos revele al Espíritu Santo como el Consolador? En la Sagrada Escritura se nos dicen expresiones maravillosas de amor y consuelo: os quiero consolar como una madre consuela a su hijo único. No se turbe vuestro corazón.

El Consolador vendrá a vosotros; vuestro corazón se bañará en gozo y nadie os quitará vuestro gozo. El que experimenta consuelo siente dentro de sí lo vivo y lo palpitante; recobra las fuerzas y siente nuevas energías. El consuelo no puede consistir en exhortaciones, ni en razonamientos que dejan el alma fría. El consuelo trae una intimidad que tonifica y promueve nuevas realidades. Sentirse consolado es en el fondo sentirse amado y sentirse mirado atenta y respetuosamente, con amor. Quien ama sabe aclarar, estimular, reforzar. El amor que consuela, ablanda lo que está endurecido, ilumina lo que está confuso, calma lo que está inquieto, da calor donde hay frío. La mirada que consuela, protege, anima, muestra las posibilidades y el camino para convertirlas en realidad. Cristo nos ha enviado no el consuelo, sino el Consolador, su santa intimidad, para que nos hagamos hombres nuevos.

La liturgia de la Iglesia nos ofrece en la Secuencia del día de Pentecostés una oración que no contiene ninguna idea extraordinaria, pero sí es la expresión profunda de las necesidades del hombre, y del Consolador que Dios ha enviado al hombre para confortarle. Es una oración íntima y serena en la que el corazón humano, cargado con las limitaciones diarias, acude al que es Amor, Vigor y Luz:

Ven, Espíritu Santo.
Ven, Padre de los pobres.
Sana lo enfermo,
riega lo árido,
lava lo manchado,
conduce al que se extravía,
doblega lo que está rígido,
funde lo que está helado.

Abarca la vida cotidiana con todo su peso, estrépito y angustia. Es una oración que se pronuncia con todo el ser, y en la que uno siente que Dios es el amor comprensivo y compasivo, que al darse a sí mismo sacia la insatisfacción del hombre. Es

alivio en medio de los trabajos,
luz en la oscuridad,
consuelo en el dolor,
plenitud que no puede ser ahogada por ningún hastío inacabable.

Esta súplica al Espíritu, dirigida precisamente a obtener el Espíritu, es la respuesta a todos los materialismos de nuestra época. Son ellos los que hacen nacer tantas formas de «insaciabilidad del corazón humano»1. El Espíritu es el único que puede hacer desaparecer la rigidez, el odio, la crueldad, la frialdad, la apatía; es trasponer a Cristo en la propia vida, insertarlo en las acciones cotidianas, en las relaciones con el prójimo. Tiene que venir a cada ser humano el Espíritu liberador para hacer saltar las cadenas que le esclavizan. De Dios viene la libertad, podemos ser libres sólo porque Él es libre y nos ha hecho a imagen y semejanza suya para la libertad.

Por la fuerza del Espíritu, Cristo estará siempre con nosotros hasta la consumación del mundo (Mt 28, 20). Es la proximidad sagrada que viene para vivir en nosotros, para enseñamos a orar, a pronunciar el nombre de Jesús, confesarle como Camino, Verdad y Vida, y vivir de Él.

El Espíritu Santo produce la fe. Y esta palabra «fe» se aplica a una realidad única y singular: la actitud con respecto a Jesucristo, al Dios hecho hombre. El Espíritu Santo os lo enseñará todo. El Espíritu de verdad dará testimonio de mí y vosotros daréis testimonio también (Jn 14, 26; 15, 26-27). Él introduce en toda la verdad de Cristo. Nos asombramos al leer en el Evangelio, una y otra vez, que los discípulos no comprenden a Jesús. Están con Él durante su vida pública, escuchan sus enseñanzas, le hacen preguntas. Ven su actitud con los hombres: sanos, enfermos, ricos, pobres, pecadores, judíos, romanos, niños, mujeres. Están inmersos en el ambiente que rodea a Jesús. Parece que tendrían que saber quién es y lo que quiere. Pero no es así. Tiene que venir el Espíritu Santo, luz de los corazones, huésped del alma, para producir la fe.

Pensemos en la actitud de Pedro antes y después de Pentecostés. Su actitud con respecto a Jesús ha quedado radicalmente transformada. Ya no pregunta, ni niega, ni abandona, ni busca. Es creyente y predicador: es cristiano. Cree en Cristo, y ha orientado su vida en tomo a sus enseñanzas, se ha situado en una nueva existencia: ha renacido, el Espíritu ha venido sobre él (cf. Jn 3, 3-8). Este Jesús es a quien Dios ha resucitado, de lo que todos nosotros somos testigos. Elevado, pues, al cielo, a la diestra de Dios, y habiendo recibido de su Padre la promesa de enviar al Espíritu Santo, le ha derramado del modo que estáis viendo y oyendo (Act 2, 32-33), proclama valientemente Pedro ante toda una turba excitada. Abrazar la fe no consiste en contemplar a Jesús, reflexionar sobre Él, comprender que en Él está la Verdad. Es el alborear de una nueva vida: mi vivir es Cristo (Fil 1, 21). El acto de esta vida es la fe. Y ésta es la gran súplica de la Iglesia: Ven, Espíritu Santo, para que podamos ir a Cristo, encontramos con Él y vivir de Él. «La Iglesia de nuestro tiempo –dice el Papa en su citada Encíclica– parece repetir con fervor cada vez mayor y santa insistencia: Ven, Espíritu Santo. Riega la tierra en sequía Sana el corazón enfermo. Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo. Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero»2.

«Y renovarás la faz de la tierra» #

Pentecostés es la fiesta genuina de la vida y del amor. Porque yo vivo, vosotros viviréis. Entonces conoceréis que Yo estoy en mi Padre, que vosotros estáis en Mí, y Yo en vosotros… Cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 19-20 y 23). Los ritos del Bautismo y Confirmación simbolizan hermosamente esta comunicación de vida y de amor. Espíritu es fuerza vital, agua que limpia y fecundiza, amor. Ha venido para que los hombres tengan vida y la tengan abundantemente. Dios habita en nosotros por Él, y su amor es consumado en nosotros.

El acto sincero de petición del Espíritu es consecuencia ya de este amor en nosotros; es un acto bienhechor que renueva el corazón, aclara la mirada y vigoriza el carácter. Quien conoce y sabe es porque su espíritu se pone a la Luz, y en torno a él se hace la claridad. Su corazón recibe la irradiación divina, capta la verdad y ve a la luz del amor. Lo noble y lo bueno que hay en la vida sólo lo ve quien tiene luz en el corazón. Para ver las cosas bellas y captar su poder de revelación no basta la mirada aguda y la observación crítica, tiene que existir la luz del amor. Por eso el Espíritu Santo es invocado como la luz de los corazones, que llena lo más íntimo del ser humano.

El Señor ha otorgado su Espíritu a la Iglesia, y ésta, por sus santos misterios, lo transmite a sus hijos y a través de ellos se difunde por todo el mundo. No se renovará el mundo por grandes y brillantes acciones. Lo que tiene que ocurrir no es nada ruidoso, nada que produzca sensación. Son acciones sencillas, como las que se realizan a cada momento, pero que lo transforman todo y son el fermento de la renovación que constantemente tiene que oxigenar el mundo. El verdadero bien no se consigue con revoluciones espectaculares, no se organiza con estadísticas y cálculos, ni se echa como una carga que tienen que soportar los demás. El bien tiene que tener su origen en el corazón y el espíritu de aquél que se pone a la disposición de Dios. La injusticia, el orgullo, la codicia, la pereza, la envidia, son los impedimentos. El bien es sencillo, respetuoso, comprensivo; Permanece firme en la responsabilidad, a pesar de dificultades y daños. Cuanto más profundo es, más sencillo se vuelve. Es como el pan cotidiano del que se nutre la vida. El verdadero sentido del bien es que el Dios vivo se haga evidente en la realidad de una vida humana. Y esto no lo tenemos que esperar de «los santos» como algo extraordinario, es nuestra propia tarea. Nuestras acciones se realizan en el mundo, pero nos tenemos que saber obligados por el querer de Aquél que ha creado este mundo, estando Él mismo por encima de todo el mundo. En medio de nuestra vida enredada en tantos intereses, egoísmos y mentiras, tenemos que obtener distancia respecto a él. No en el sentido de que cerremos los ojos a su realidad y llevemos una vida artificial. Las posibilidades realmente salvadoras, como está repitiendo constantemente el Papa, residen en la conciencia del hombre que está ligado con Dios de modo vivo. Primacía de lo espiritual sobre lo material, de la persona sobre las cosas, de la ética sobre la técnica, de la conciencia sobre la ciencia. Este es el resumen del reciente discurso del Papa en la UNESCO3.

Renovarás la faz de la tierra. ¿Pero qué tipo de renovación esperamos? Es la misma siempre en toda la historia: la del corazón y el espíritu humano. No hay renovación de otra manera. Nosotros mismos somos la tierra de esa renovación. En el mundo no hay justicia si el hombre no hace obras justas; no hay comprensión si el hombre no la da; no hay respeto si el hombre no respeta; no hay alegría si el hombre no la infunde. Se renueva la faz de la tierra con la mística de lo diario. No busquemos otro precio. Sólo a partir de esto se hace posible lo grandioso humano: la entrega al servicio de los demás, la ciencia al servicio de la libertad, las familias como células vivas de la sociedad, los profesionales honrados, las grandes obras de la cultura. Todo espera como con dolores de parto la gloria de su redención. Gloria que se va haciendo en cada ser humano y a través de cada ser humano. Es seguro, que cada uno de nosotros tenemos nuestra tarea; lo importante es el modo de realizarla. A través de ella seremos la luz y la sal del mundo.

El mal está en que las cosas no cumplan su doble misión de glorificar al Señor y servir al hombre. Vaciadas de su referencia al Creador se convierte todo en ídolo y en tiranía que esclaviza. Someter la tierra es conocerla y servirse de ella, pero más hondamente es cumplir la voluntad del Señor de todo cuanto existe. Ha puesto Dios el mundo en nuestras manos para que nos sirva y completemos su obra. Y vio Dios que todo era bueno (Gn 1, 10). Creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, tiene que asumir la responsabilidad que le ha confiado. El cristiano tiene que vivir persuadido de que la historia es el tiempo de Cristo, el tiempo en el que realiza su salvación. La Iglesia tiene como misión la tarea de consumar la obra del Hijo del hombre. Así como Tú me has enviado al mundo, así Yo los he enviado a ellos también al mundo (Jn 17, 18). Hay, en realidad, un único problema. Todas las cosas están hechas para conducirnos a Dios. Y vio Dios que era bueno, nos dice el Génesis después de cada fragmento, en el que nos narra la creación. De hecho, la mayor parte de las cosas nos apartan de Él. Toda la cuestión está ahí, en que las cosas que nos apartan de Dios se conviertan en medios para conducimos a Él. La vida espiritual consiste en eso. Nuestro itinerario va del momento en que las cosas son obstáculo hasta que se convierten en medios. Las actividades temporales son la materia misma de la vida espiritual que nos tienen que llevar a Dios. El deber de trabajar por mantener la presencia del Espíritu Santo en medio del mundo que se construye, es la tarea esencial de los cristianos. Creo que hoy podemos incluso decir, con conocimiento de causa, que la ciencia separada de la conciencia cristiana es un don mortal. La amenaza que oprime al mundo de hoy es el tener instrumentos que, en lugar de emplearse para la verdadera liberación del hombre, se emplean para su destrucción.

La victoria de Cristo sobre la muerte no es sólo una realidad futura. He aquí que yo hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 5). Y esto es así porque el hombre se torna otro gracias al Espíritu de Cristo, que en él actúa. Tiene que hacer las mismas cosas de antes: sigue siendo el mismo obrero, el mismo empleado, el mismo padre de familia numerosa, la misma mujer agobiada por las cargas diarias… El quehacer y la dificultad cotidiana no han cambiado. La enfermedad es tan dolorosa, el trabajo tan duro, la muerte del ser querido tan desgarradora. Pero por el mismo Espíritu se opera una transformación imposible de expresar con palabras, aunque sí que lo manifiesta, y de manera admirable, la enfermedad soportada pacientemente, la enemistad vencida, la ofensa perdonada, la renuncia generosa, la fidelidad que resiste y lucha, el corazón animoso a pesar de todas las dificultades, la valentía en la defensa de la verdad.

Y de todo esto, de todas estas acciones que van brotando del corazón de la humanidad cristiana, como el agua de la fuente, hay pruebas abundantísimas en el mundo. La historia, la que no se escribe, está llena de estas páginas. Es la acción del Espíritu Santo que se ha realizado y se sigue realizando en tantas almas. Es triste que cuando se hace la historia de la Iglesia, lo único que suele recogerse son ciertos acontecimientos de relieve, referencias a personajes célebres, fechas y datos que conviene conservar. Sin embargo, lo principal de la Iglesia está ahí, en esos círculos concéntricos del trabajo seguido con amor, la enemistad vencida, la ofensa perdonada, el sacrificio dulcemente soportado… ¡Este es el Cristo de la Cruz que está triunfando sobre la muerte! ¡Es su Espíritu que se hace sentir sobre su Iglesia! ¡Ven, Espíritu Santo!

Nadie toma tan en serio la vida real como un santo. Ellos muestran claramente cómo se hacen nuevas todas las cosas. El hombre que todo lo sacrifica por el amor de Dios, que a todos ama, que a todo se atreve impulsado por su fe en Cristo, que es capaz de dominar por la sola fuerza de la verdad de su vida, es el mejor correctivo para la sociedad y el promotor del mejor progreso. Estos hombres tienen un poder, no el de la violencia que obliga, sino el del testimonio que llama y que sirve de juicio a la propia conducta. Es un poder que ilumina y que crea en el hombre esa firmeza que se llama fidelidad. Y estos hombres realmente fieles renuevan la tierra que habitan, porque aquí ya empiezan a experimentar el reino de Dios; poseen la tierra, son consolados, saben de la plenitud, alcanzan la misericordia, gozan a Dios y se sienten hijos y herederos de una herencia que los ladrones no roban, ni devora el tiempo con su paso.

«Confiad, Yo he vencido al mundo» #

Espíritu de verdad, de luz, de amor, ¿dónde está en nuestro mundo? El poder del Espíritu Santo no es como lo terreno. Es el gran invisible y el gran silencioso en la historia de la humanidad. Entre las violencias y astucias de la tierra, parece débil e irreal; pueden hacer de Él lo que quieran, hasta expulsarle de la vida. Basta una pequeñez, una ambición codiciosa para tapar la verdad. ¡Y hoy existen tantas técnicas para este ocultamiento de la verdad! El hombre más necio puede atacarla. El error, la astucia, la reticencia, se muestran más fuertes que la conducta clara. La frialdad, el odio, la enemistad, la infidelidad parecen los lazos que vinculan a los hombres.

San Pablo es el gran profeta de la acción del Espíritu en el hombre. Sus palabras surgen de su profunda experiencia: el hombre nuevo en su lucha con el viejo; el misterioso crecer y devenir, libertado de la esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 21). A lo largo de la historia, de la historia posterior a la venida de Cristo por medio de su Espíritu, ¡cuánto desperdicio de fuerzas humanas, cuánta arbitrariedad en cualquier tipo de poder, cuánta destrucción y crueldad, cuántas locuras de grandeza! Todo esto forma parte del hombre viejo. Este sombrío conjunto de mentiras, opresión y confusión es el mundo del que habla San Juan en el capítulo segundo de su primera epístola: Las tinieblas del mundo, fruto de la concupiscencia y de la soberbia. No es este el mundo que fue creado con tanta sabiduría y amor, y que por eso espera con gemidos la plenitud de la redención (Rm 8, 23).

Los reproches de que el cristiano desprecia la tierra son tan falsos como antiguos. Nadie toma las tareas del mundo tan en serio como el cristiano auténtico. Porque las tareas del mundo, en tanto son nobles y merecedoras de atención, en cuanto hay hombres en el mundo. Y el que toma en serio al hombre es el cristiano auténtico, al contribuir a formar en sus semejantes ese espíritu nuevo, con su empleo y su testimonio, con su sacrificio y su amor. Dios ha establecido un nuevo comienzo; ha enviado a su Mijo al mundo, tal como es ahora, confuso, ciego, loco de ambición y egoísmo. Se ha hecho hombre, ha caminado, ha tenido hambre y sed, ha sufrido las consecuencias de la calumnia y de la envidia, ha sido traicionado y abandonado, ha muerto como nos ocurre a todos los hombres. Ha cargado con todo el pecado del mundo, ha experimentado su dolor. Así expió el mal y estableció un nuevo comienzo, obra de su Espíritu. Y ese nuevo comienzo surge en todo hombre que renace del agua y del Espíritu (Jn 3, 5). También este hombre renacido se encuentra con todo lo que existe, y de este encuentro suyo con las cosas, personas, sociedad, surge un mundo nuevo: familia, trabajo, posición, relaciones, todo vivido en Cristo. Sus obras son las del Espíritu: gozo, caridad, paciencia, bondad, fidelidad, rectitud (Gal 5, 22). Y esto se da en una comunidad cristiana, y en un presbiterio diocesano, y en una parroquia, y en una familia, y en una ciudad o en un pueblo con fuego cristiano. Todo esto vibra. Y en la misma medida en que se vive con sinceridad. Dios está ahí, y se está produciendo civilización cristiana, y cultura cristiana, y humanismo cristiano. ¡La verdadera renovación que el Espíritu nos promete!

No está separado del hombre viejo, pero está ahí, y el hombre viejo lo nota y lo combate. No es perfecto, tiene todas las insuficiencias de nuestra vida. Constantemente ese mundo nuevo, fruto del Espíritu, es puesto en cuestión, debilitado, deformado, pero tiene la fuerza de Dios. A menudo queda tan invisible que se puede dudar si existe en absoluto, pero la palabra de Dios lo garantiza y hemos de mantenerlo en la fe. Los sufrimientos de este mundo de ahora no se pueden comparar con la gloria que vendrá a manifestarse en nosotros (Rm 8, 18). San Pablo tiene una profunda conciencia de la grandeza y también de los problemas de la vida cristiana. Al lado de expresiones tan vigorosas como Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Gal 2, 20), siente el aguijón de la carne y sabe que lleva un tesoro en vaso de barro (2Cor 4, 7). Bien conozco que nada de bueno hay en mí, quiero decir, en mi carne. Pues, aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo cómo cumplirla. Por cuanto no hago el bien que quiero; antes bien, hago el mal que no quiero (Rm 7, 18-19).

San Pablo no desconoce la vileza, la maldad, la miseria. Ni tampoco la realidad de la vida: Yo mismo que con la mente sirvo a la ley de Dios, sirvo con la carne a la ley del pecado (Rm 7, 25). La redención y el renacimiento no significan que el hombre se transforme por artede magia, sino que se le injerta un nuevo punto de partida. El hombre nuevo escarta de Cristo escrita con el Espíritu de Dios vivo en su corazón(2Cor 3, 3). El cristiano es claramente, para San Pablo, un campo de batalla que se disputan dos enemigos, el hombre viejo enraizado en su esclavitud de pecado, y el hombre nuevo injertado en Cristo. Desnudaos del hombre viejo, según el cual habéis vivido en vuestra vida pasada, el cual se vicia siguiendo la ilusión de las pasiones… y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado según Dios en justicia y santidad verdadera(Ef 4, 22-23).

Un novelista contemporáneo, Bernanos, nos presenta también la existencia humana como un campo de batalla entre Satán y Dios. Sus textos, como los de San Pablo, están anclados en los dos polos de la existencia humana: la luz y las tinieblas, la alegría pascual y el poder del pecado, la vida y la muerte. Bernanos ha sido llamado por Charles Moeller el profeta de la alegría, porque en su mensaje, aunque es de los más trágicos que pueden presentarse, estalla siempre una tremenda alegría. Es que la existencia cristiana, comparada con la puramente humana, es mucho más profunda por estar arraigada en el misterio de la Redención, que incluye los dos polos situados en lo infinito: la caída a consecuencia del pecado y el amor divino que engendra una nueva vida. ¡Qué lucidez la de Bernanos cuando, en los movimientos sociales contemporáneos atacaba, no sus esfuerzos necesarios hacia una sociedad más justa, sino su ideología secreta de negación del pecado y de la gracia! El mundo que desprecia la conciencia de pecado es el engendrador de las más grandes injusticias y aberraciones. Los movimientos sociales ateos luchan contra un aspecto de la injusticia, pero ni luchan contra todas las injusticias, ni contra la raíz de la injusticia. «Creéis –dice Bernanos a los cristianos– compartir con el marxista su rebelión contra la injusticia, y no la compartís en absoluto… El marxista pretende organizar al mundo como si el pecado original no existiera, o como si no fuera más que una invención de la clase explotadora; y ciertamente es mucho más grave, o al menos más peligroso para el hombre, negar el pecado original que negar a Dios»4.

El egoísmo, la envidia, la lujuria, la soberbia, es decir, el pecado, desgaja la existencia, la deforma. Su sabiduría es muerte. Mientras que la sabiduría del Espíritu del hombre nuevo es vida y paz. Nos vemos acosados por toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en grandes apuros, mas no desesperados; somos perseguidos, mas no abandonados; abatidos, mas no enteramente perdidos (2Cor 4, 8). Sólo Dios puede dar a los hombres la fuerza para luchar y para esperar. El Dios de nuestra esperanza os colme de toda suerte de gozo, y de paz en vuestra creencia: para que crezca vuestra esperanza siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo (Rm 15, 13).

He aquí por qué, en la crisis actual de la Iglesia, la voz más saludable ha sido la de aquellos que han recordado siempre la necesidad de prestar atención a la interioridad. De no ser así, todas las reformas conciliares, aunque se hubieran producido dentro del necesario orden, habrían terminado por disiparse en la esterilidad. Hay que insistir cada vez más en el misterio interior de la Iglesia. Ahí tenéis el ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta. Llega a Madrid, y le preguntan qué diría a los jóvenes; y lo primero que contesta es: ¡Que recen, que recen antes de actuar! Y ¿cómo ve usted a Cristo en los pobres? Ante todo, tengo que verle en la Eucaristía… Y esto es lo que hacen muchas Madres Teresas que existen en el mundo, y tantas y tantas personas santas y sacrificadas y que aman de verdad: interioridad. Entonces las reformas conciliares queridas por el Espíritu encuentran un campo abonado y son fecundísimas.

Creemos en el Espíritu Santo y por eso confiamos. La pregunta que Bernanos hace a todos los cristianos es ésta: «¿Sois capaces de rejuvenecer al mundo, sí o no? El Evangelio es siempre joven, sois vosotros los viejos»5. La fe nos asegura que el Espíritu habita en nosotros, por eso no podemos desmayar, y que todo coopera al bien de los que sirven a Dios. Aunque en nosotros el hombre exterior se vaya desmoronando, el interior se va renovando de día en día. Porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria (2Cor 4, 16). La fe vence al mundo. Hay que empezar con un «sí» confiado a la gracia. Es cierto que hay muchas dificultades y dolores; todo ello pertenece a la miseria del hombre. En el mundo tendréis grandes tribulaciones, pero tened confianza: Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).

Hay una fuerza capaz de llevarnos a término, tenemos que situarnos, en medio de la actividad viva de Dios. «Ven, Espíritu Santo, da su mérito al esfuerzo, danos la salvación y la inacabable alegría. Por Ti, oh Santo Espíritu, ha vivido nuestro Señor, y con tu fuerza ha vencido al mundo. Pero el mundo lo somos nosotros mismos: es nuestro corazón egoísta, ciego y tonto. Tómalo en tu poder, hazlo dócil y ancho, para que Él pueda vivir en nosotros y nosotros en Él»6.

Yo espero que todas las reflexiones de esta Semana de Teología Espiritual que hoy comenzamos servirán para introducimos más eficazmente en las riquezas de este misterio santo, consolador, del Espíritu de Cristo, que habita en nosotros, porque formamos parte de su Iglesia Santa.

1 Redemptor Hominis, 18.

2 Redemptor Hominis, 18.

3 Discurso sobre el hombre, la cultura y la ciencia a la luz del mensaje de Cristo, 2 de junio de 1980. Véase Juan Pablo II, Viaje pastoral a Francia, BAC popular 28, Madrid 1980, 139-160.

4 Cf. Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, I, Madrid6 1966, 479.

5 Cf. ibíd., 466.

6 Romano Guardini, El Espíritu de Dios viviente, Madrid 1962, 79.