Comentario a las lecturas del XXIII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 8 de septiembre de 1996.
La lectura del profeta Ezequiel y la del evangelio de hoy son una apremiante invitación a corregir las faltas, errores y equivocaciones nuestras y de los demás. Nuestras también, porque si no empezamos por nuestra conversión, ¿cómo vamos a ayudar a los demás a un cambio saludable de conducta? Hay que recuperar al hermano y hacer todo lo posible para atraerle al camino del bien, lo cual requiere una extraordinaria grandeza de alma y desde luego mucho amor, porque la verdad, la sola verdad sin amor, está muerta. Estamos ante una de las páginas más radicalmente nuevas del cristianismo.
Corregir, corregirnos todos unos a otros por y con amor. ¿Nos damos cuenta de lo que significaba esto en una sociedad dominada por la esclavitud, el odio, el desprecio? El cambio social, que esto suponía, era una revolución, que modificaba las bases de la convivencia conocida. La raíz de las relaciones humanas tenía que ser en adelante el amor. De ahí tenía que arrancar todo lo demás en el trato de unos con otros. A nadie le debáis nada más que amor, dice san Pablo. Esta deuda del amor, que tenemos de por vida, tiene que ser la explicación y la razón de nuestras actuaciones. No cometer adulterio, no hacer daño, no robar, no envidiar… queda grandiosamente iluminado, si vamos por la vida sintiendo que a otros les debemos amor. No deber de obligación, sino deber de deuda. Esto supone una actitud de humildad y gratitud, porque tenemos esa deuda, ya que Dios nos amó primero y somos perpetuamente deudores.
Tenemos que velar por el bien de los que nos rodean y preocuparnos por todo lo que les atañe. Así tiene pleno sentido la lectura de Ezequiel. “El malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre”. Es decir, si habiendo podido hablar, no hablaste; si habiendo podido corregir, no corregiste; si habiendo podido ayudar, no ayudaste, tú también eres culpable. Las conductas malas nos tienen que doler, pero como le dolían a Cristo, y de ese amor que duele, brotarán reflexiones y acciones para que cambie la conducta el que la tiene desordenada. Avisar al que obra mal exige mucha luz en el corazón, mucho amor y, por tanto, comprensión, misericordia y respeto. Un clima así es la garantía de la presencia eficaz de Cristo, y en la medida en que se propaga ese modo de obrar, cambian las personas y la sociedad.
No existirá una capacidad de evangelización auténtica, si no tenemos ese noble afán que nos libre de nuestra inoperancia egoísta respecto a cómo es nuestro prójimo, pudiendo ser como Cristo desea. Ahora bien, si de verdad tenemos preocupación por salvar, tenemos que poner la confianza en Cristo, y de nuestra oración sacaremos el espíritu de mansedumbre, paz y serenidad para hablar y actuar. Hemos de orar juntos, porque dice el Señor que donde hay dos o tres reunidos en su nombre, allí está Él. Nos falta practicar con fe muchas de las enseñanzas de Cristo. Si lo hiciéramos, sentiríamos el gozo de su presencia y la fuerza de su Espíritu, que es lo que nos hace ser mejores y hacer mejores a los demás.